martes, 16 de noviembre de 2010

LOS SUEÑOS LÚCIDOS DE SAFO (II)

Segundo viaje astral

Siente los párpados muy pesados, la respiración le muerde el pecho. El perfume del bosque se introduce extasiándola, siendo el último estímulo que recibe. Safo vuelve a perder la consciencia. Todo se difumina y la oscuridad de la noche se hace más impenetrable. Se eleva entre las estrellas, atravesando océanos y porciones gigantes de tierra, a una velocidad que nunca pudo imaginar. Ve mil puestas de sol, millones de amaneceres. Fluye a través de la lluvia y el tiempo. No siente nada físico, todo es un juego prismático de luces. No sabe adónde se dirige, pero algo la atrae allá, en el horizonte.

Algo tira de ella, de su esencia, y atraviesa unos gruesos muros amarillos, para introducirse en una habitación precaria. Hay una mesa de carcomida madera con unos papeles ocres, un tintero del que se extiende un amplio charco de tinta azabache y una pluma morada. Un lecho duro con roídas y deshechas mantas ocupa gran parte de la estancia. Un cuadro de una mujer santa (o eso intuye) y una cruz es todo lo que cubren las paredes blancas, que se ven iluminadas por un pequeño ventanuco por donde entra una luz del color de la miel. No solo entra la luz y el frío estepario de la mañana, sino los repiques crueles de una campana, así como los débiles cantos de un coro. Una mujer con ropajes de esparto está de rodillas con la mirada pegada al techo, con las manos muy juntas. Su rostro es muy bello, aunque esté deformado en una mueca de placer casi doloroso. Un hábito tosco, de una sola pieza, cubre todo su cuerpo impide adivinar sus formas, y además parece rozarle y dañar su delicada piel. El espíritu de Safo se impregna del misterio que supone esta mujer y siente un magnetismo arcano adictivo. Lo que más la impresiona es su expresión: parece que está sintiendo un placer intenso. Un nombre sopla en su oído: Teresa de Cepeda y Ahumada. Es todo lo que oye antes de que su cuerpo penetre el de Teresa, tomando su corporalidad.

Se da cuenta de que, efectivamente, esos mantos austeros no le traen más que tormento y malestar a su tez. Además, se le pegan a las largas heridas abiertas en su espalda. El dolor le invade con un resplandor blanco. También un instrumento con púas le aprieta el muslo dejando que la púrpura sangre brote. El cilicio le desgarra el muslo derecho. Pasa del placer a la desesperación más absoluta. Safo nunca ha sentido el dolor allá lejos, en Lesbos. Con lentitud, se desabrocha el horrible instrumento que cae al suelo con grotesco ruido. Un mudo grito le descompone el rostro. Ahora, su espalda en carne viva la está deshaciendo. Grita y maldice, dando tumbos, volcando la mesa, el retrato de la mujer. Sale desesperada al pasillo antes de perder la consciencia de nuevo.

Cuando se despierta, una pequeña bruma invade el ambiente. Es una habitación también blanca, pero distinta. Esta vez, son los azulejos húmedos los que le confieren a la sala ese aspecto profiláctico. Está en una pequeña tinaja llena de agua caliente de la que se desprende un vapor erótico. Siente el leve escozor en sus heridas. Unas manos tímidas pero eficientes la están lavando.

-Madre Teresa, no debe hacer esto. Se está castigando demasiado. Mire cómo tiene el cuerpo.

Safo sonríe y dirige su mirada a la dueña de la voz de seda. Es una joven enfermera que la está lavando y curando con algodón puro y yodo. Su pelo pajizo brilla ante la distorsión del aire húmedo de la sala de baños. Ante su divino rostro que le devuelve la sonrisa, Safo tiene un leve recuerdo de las experiencias del cuerpo antes de que llegase ella. Sufría y sentía a la vez placer ante el dolor. El cuerpo en el que está ahora es el de una santa, una mujer que ha sacrificado los placeres terrenales para acercarse más a algo místico e inasible. Hasta cierto punto, Safo valora este modo de vida, pero para es detestable si para ello tienes que renunciar a la carne. Saborea la breve incertidumbre del cuerpo virgen que ha dedicado toda la vida a la contemplación y a la poesía. Siente, por un momento efímero, la grandeza de la mujer en la que ahora se encuentra. Pero por poco tiempo.

Se levanta débilmente, dejando que mil hilillos de agua se desprendan y vayan a morir al fondo de la tinaja. Mira lascivamente a su joven enfermera. Tiene que hacer algo para olvidar toda esta contradicción. Debe hacer algo para despertar a Santa Teresa de su letargo místico.

La lengua de Safo, de Teresa, pilla desprevenidos los labios de la joven enfermera, que se abren en una rúbrica lubricante. Sus lenguas se juntan desesperadamente, y la mandíbula no les deja espacio suficiente para tanto azogue. El leve entrechocar de dientes conforma junto a los murmullos exacerbados una sinfonía que las va acercando poco a poco una a la otra. Safo controla la mano encallada de escribir y desnuda el cuerpo de la enfermera, sin despgar sus labios. Sus pezones se rozan en un abrazo masivo, poniéndose duros, estirándose la piel más allá de sus límites erógenos. Sus piernas se entrecruzan, abriéndose en simetría perfecta, buscando la vagina de la otra, juntando sus clítoris y sus labios húmedos. La fricción eleva más vapores calientes, que hacen que sus cuerpos rosados tiemblen y griten de placer. Safo debe llegar al orgasmo, pues tanta contradicción célibe la iba a destrozar.









Se muerden el clítoris la una a la otra, separándose los labios vaginales con ternura pero con premura. Se lamen, haciendo vacío con la oquedad de su boca, soltando un sonido gracioso. La densa saliva corre por sus barbillas, por sus ingles, mezclándose con el fluído cristalino que segrega su sexo. Cuando las dos están listas para el descenso final, separan sus rostros sin dejar de mirarse, y comienzan el movimiento pélvico que las hará correrse. Se mojan la una a la otra, de ombligo para arriba, con un grito casi animal.

Cuando han acabado, se abrazan y entrecruzan sus dedos, descansando su cabeza la una en el hombro de la otra. Safo siente satisfacción, pero por poco tiempo, pues todo vuelve a desaparecer en un carnaval desenfocado, empujando su espíritu de nuevo hacia las estrellas, de nuevo hacia Lesbos.

Despierta y se da cuenta de que está frotando su entrepierna contra la corteza áspera de un árbol. Ha sentido mucho placer con este último sueño, pero su vagina sigue un tanto dolorida por la tarde que le han hecho pasar sus discípulas. Decide calmar su libido y sentarse a descansar, entre la mata de pelo de una de sus alumnas. No tarda en sorprenderla el sopor, con el correspondiente desvelo de su alma inquieta.

[CONTINUARÁ]

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