sábado, 12 de febrero de 2011

LOS SUEÑOS LÚCIDOS DE SAFO (IV)

Cuarto viaje astral


Que tú llegues del cielo o el infierno, ¿qué importa?
Belleza, inmenso monstruo, pavoroso e ingenuo,
si tu mirar, tu risa, tu pie, me abren las puertas
de un infinito que amo nunca conocí.

Satánica o divina, ¿qué importa? Ángel, Sirena,
¿qué importa?, si tú vuelves -hada de ojos de raso,
resplandor, ritmo, aroma, ¡oh mi señora única!-
menos odioso el mundo, más ligero el instante.
HIMNO A LA BELLEZA. LAS FLORES DEL MAL.
CHARLES BAUDELAIRE




Se ha dormido sin ella desearlo encima de una de sus discípulas. Es el momento nocturno de más negrura antes del amanecer. Se ha dormido sin remedio, temiendo el despertar onírico, la emigración inevitable. Su cabeza reposa sobre el vientre hermoso y plano de una joven, sobre el lento respirar que la mece en un meloso movimiento. Se duerme dolorosamente, inocentemente. Un viento salvaje se desata, doblando el tronco de los árboles hasta hacer tocar su copa con el suelo; sus ramas se convierten en látigos, sus hojas en cuchillos. Las discípulas se despiertan.

-¿Qué pasa?- grita una de ellas.

-¿Qué viento es este?- es ensordecida otra.

Con sus modestísimas sedas, sienten un frío solitario, un desamparo innombrable. Sus pechos son movidos aleatoria y caprichosamente. Se tapan con los brazos desnudos, con las rodillas níveas, en un desasosiego que en sus tempranas vidas nunca han experimentado. Sus melenas se enmarañan en una sinestésica sinfonía cromática. El desasosiego se multiplica al encontrarse en la impenetrable oscuridad, al no saber qué está pasando, por qué se ha desatado un viento desconocido en aquellas aguas que bañan Lesbos. Ruge el mar a lo lejos más allá de los límites del bosque. Los vapores embriagadores que emanaban del subsuelo se han convertido en lacrimógenos efluvios que surgen violentos y ardientes por entre las grietas de la tierra. El caos se desata entre las discípulas, que buscan refugio entre ellas. Automáticamente, buscan a Safo, su maestra, para que las auxilie, para que las ayude a buscar un refugio, a salir del bosque que por momentos se está volviendo más peligroso. Es imposible encontrarla en esa oscuridad.

Lo cierto es que, aunque la encontrasen, Safo no iba a poder ayudarlas. Se encuentra en un trance lacio, ya no en un sueño, si no en un estado que la mantiene de pie, con los ojos en blanco, retorcida, con los brazos extendidos en cruz. La boca abierta en una interrogación, los dedos agarrotados. Su espíritu está siendo llamado por las fuerzas telúricas, que lo reclaman, que lo invocan a un juicio sumarísimo. Al fin, su forma etérea abandona sus miembros, que caen desplomados sobre el tapiz de agujas de pino.

Un enorme caballo negro con los cóncavos de los ojos vacíos, con las tibias amarillas visibles que desgarran la azabache piel, con las crines plateadas y resplandecientes, cabalga por los cielos que se han abierto, encabezando el trémulo séquito responsable de transportar su espíritu. Rostros esquizofrénicos, espaldas deformes, manos amorfas, ojos amarillos, pieles espartanas, miles de patas peludas, miembros quirópteros conformaban ese magma azabache que viene en busca de Safo. Su espíritu se encuentra con ellos en la ingravidez tempestuosa del horizonte. Entonces, la engullen, la digieren, la introducen en el centro de un ojo que gira en un huracán de ácidos y hojas afiladas que la hieren de forma tangencialmente metafísica. Cuando han terminado la tortura, la lanzan más allá de la atmósfera, a una velocidad incalculable, atravesando la Vía Láctea, las estrellas conocidas, el vacío espectral del Universo, rozando el plus ultra, encontrando las divinidades que doran su materia inasible.

Una nube de afrecho la devuelve a la Tierra, recorriendo más lentamente la distancia recorrida. A lomos del enorme rocín deforme, recorre los cielos ucrónicos de Europa. Esta vez, nada llama su atención. El sexo que se está produciendo en ese momento no la excita ni la atrae. Es un sexo mecánico, practicado por seres con miedo que buscan un roce mínimo, que evitan el placer, que se centran en la estúpida supervivencia. No hay ludismo, no hay juego. No ha ocio. La Europa que Safo conocía ha parecido cambiar. Nadie se encuentra en la noche para disfrutar.

Entonces, el animal se encabrita y la deja caer sobre los edificios de piedra gris. Apenas siente la sacudida de la pendiente, la ingravidez del descenso. De repente, se ve tragada por un cuerpo, una mente enorme. Se encuentra en una pequeña sala, dentro del cuerpo de una mujer de mediana edad, no muy favorecida físicamente, delgada, con una nariz prominente con el pelo entre castaño y rojo. Está sentada en una fría silla de madera, con un foco de luz frontal que la ciega. Ve sombras de hombres uniformados, unos seis, que la rodean, que caminan haciendo sonar el cuero de sus botas, el roce de su pernera. A pesar del hambre atroz que punzaba su estómago y del cansancio provocado por el insomnio de varios días, no pudo evitar sentirse excitada ante la masculinidad de aquellas figuras anónimas.

-Woolf, Virginia. Número de expediente número 12.345- dice una voz voluptuosa, tras una cortina de humo que huele a tabaco amargo. –Refugiada. Escritora subversiva. Acusada de brujería, de homosexualidad, de perversión de menores, de masonería, de levantamiento contra la Sagrada Unión.

Safo se sumerge en los recuerdos de aquella mujer. Recuerda haber dedicado toda su vida a la escritura, hasta que la guerra se desató y la Unión Germano-Austrohúngara anunció que iba a bombardear toda Inglaterra, dando comienzo a la invasión de toda Europa. Francia y España apenas opusieron resistencia, pues sus continuas luchas las habían dejado en una nueva Edad de Bronce. Recuerda haber escapado en un lento y rugiente zeppelín, mientras veía desaparecer Londres entre las llamas eléctricas de los bombarderos italianos. Vuelve a sentir la furia y la frustración de su prendimiento, en la frontera con Rusia. Nunca entendió muy bien aquella guerra. Ni sus objetivos ni las ideologías que enfrentaban. Al fin y al cabo, el mundo llevaba en guerra desde el siglo XIX. Repasa la lista de acusaciones que la retienen en aquella cárcel vienesa. No es homosexual, odia a todos los hombres, sí, pero aún sigue amando a Leonard Woolf, a pesar de que la delatase a las fuerzas totalitarias. Siente la huella de sus besos y de su humilde miembro entre las piernas. No ha pervertido a ningún joven; sabe que la acusan por haber por ello, por haber dado clases de escritura y piano a las jóvenes analfabetas de los campamentos nómadas de refugiados. Nunca fue masón; además de ser mujer, nunca hubiera entrado en esa estúpida organización supersticiosa y temerosa del Gran Arquitecto. Y en cuanto a lo de bruja, bueno, es algo muy fácil de serlo en esa Europa aún medieval.

-¿Tiene algo que decir en su defensa?- le pregunta aquella portentosa voz.

Ella no responde, se limita bajar la mirada, para descansar los ojos irritados del potente foco.

-Muy bien. Pasemos al interrogatorio- exclama con sorna, al momento en que las figuras masculinas y castrenses escupen su última calada y tiran las colillas al suelo, para acercarse a la temblorosa mujer. La excitación que sintió anteriormente al verse rodeada de hombres, se torna ahora en un terror asfixiante.


Manos duras, rudas, maculosas, la vejan, la desazonan. Se meten por los recovecos de su translúcido camisón gris de prisionera. Los botones blancos saltan y caen al suelo, para ser pisoteados por las suelas marrones. Sus miembros colgantes, sus costillas prominentes son rozados, apretados por aquellas manos enguantadas. Dos sonidos de cremallera seguidos por dos angulosos penes chocan contra sus mejillas, frotando viscosamente los duros glandes purpúreos. Un tercer pene choca contra sus labios, que mantiene cerrados apretando hasta el dolor las mandíbulas. Un puño golpea su nuca y su boca se abre de dolor. El pene se introduce violentamente, chocando con el paladar, hasta provocarle una arcada. Es el primer trozo de carne que se mete en la boca en días. Piensa en cerrar de nuevo la mandíbula y cercenar aquel osado miembro con los dientes, pero unos dedos musculosos mantienen su maxilar abierto. Comienza el pene dentro de su boca a moverse rítmicamente, mientras los otros dos se hinchan contra sus esqueléticos carrillos. Sus pechos son forzados a frotarse contra otros dos penes. Le desgarran el vestido. La sientan encima de dos hombres y la penetran vaginal y analmente.

Siente dolor ulterior, rabiosamente insultada, usada, deshonrada. Aquellos hombres están matando su orgullo. Siente un odio frustrante contra ellos. Eyaculan encima de sus ojos, de sus hombros, de su pelo enmarañado. No hay tregua, quiere parar pero no puede. Los hombres son insaciables. Se desmaya, pero a golpes la despiertan. Le aprietan los pezones hasta el dolor, le muerden los muslos. Le sangra la nariz y tiene el rostro amoratado por los golpes. Hace tiempo que ha superado el umbral del dolor. Ya no siente nada. Oye los gritos y vítores de los soldados a través de un velo. Se ha vuelto a salir de su ser.

Se despierta en la fría celda, magullada, desnuda, con un frío que la inmoviliza los huesos. Le lanzan un nuevo camisón. Se lo pone lentamente. Grita contra ellos. Nadie la responde. Siente el semen enfriarse en su interior. Le escuece la vagina. Pero hay un escozor aún peor.

Busca un trozo de papel en el frío cemento. Encuentra las servilletas para su higiene. Con una uña rota, mojada en una de sus heridas, comienza a escribir: “Un fantasma recorre toda Europa. El fantasma del feminismo...”

Sabe que tiene un nuevo interrogatorio esa misma tarde. Ahora está lavando sábanas en una laguna próxima a la prisión, junto a más cautivas vigiladas por dos jinetes. Apenas puede sentir sus manos ateridas por el frío. Se excusa para miccionar tras unos arbustos. Recoge cantos de camino y se los va introduciendo en el camisón. Cuando sus pasos se hacen difíciles por el peso, se interna en la parte posterior de la laguna, donde los jinetes no miran. Y se sumerge poco a poco, en las profundidades negras del abismo.

Safo le ha dado descanso a aquella pobre mujer. Ahora, su espíritu vaga libre por la prisión. Oye a lo lejos el relincho doloroso del caballo negro, pero se niega a volver. Busca desesperadamente y encuentra un cuerpo que la atrae. Se introduce en él: un joven oficial llamado Léon Daudet. Espera al cambio de turno, cuando el caos se ha producido por la huida de Virginia. Se acerca a las celdas del Complejo de las mujeres. Mata al celador y deja libres a un centenar de ellas. Busca en la celda vacía de Virginia y encuentra el manuscrito. Toma un caballo y corre a la capital. Allí, un amigo editor, a pesar de las dudas y del miedo, le publica el manifiesto escrito por Woolf. Satisfecho, Safo amartilla la máuser contra la cabeza del joven Daudet, desparramando sus sesos.

Esta vez vuelve a Lesbos sin mediación del jamelgo. Toda la isla está destruida, sus discípulas muertas en un baño de sangre, con sus pechos cercenados. El amanecer muestra sus puntas lúcidas por el horizonte. Safo se hunde en la desesperación. ¿Qué ha ocurrido? Sus sueños han debido de ser los culpables. Quiere dormir, arreglarlo todo. No puede. El sol la mantiene despierta, observando el horror de sus sueños lúcidos.

[CONTINUARÁ]