lunes, 8 de noviembre de 2010

La Pollera Sareta

La pollería de los Enríquez hallábase en la esquina de plaza del mercado de la Calle de los Placeres, detrás de la catedral, y no abría en domingo. Los padres de la Sareta se lo podían permitir tras haber hecho fortuna por las Américas regentando mueblerías y algún establecimiento de dudosa reputación. La Sareta no tendría más de doce años cuando sus progenitores inauguraron, por fin en España, esa tienda que surtía de pollo cocinado de mil y una maneras, a todos los villanos de la vieja Castilla y sus limítrofes tierras. A tal temprana edad, enseñaba su madre a la Sareta cómo se vaciaban los pollos antes de ser asados. Ella y su hermana Adela, observaban en silencio, entre miradas de complicidad, los suaves dedos de su madre resbalando hacia dentro y fuera por aquel pequeño agujero trasero del inerte animal, que se dilataba al introducirlos y se encogía de nuevo, una vez vacío. A solas en la alcoba de Adela, a la hora de la lectura, pues el poder adquisitivo de sus padres permitía un cierto acercamiento a la música y las letras, conversan las hermanas en estos términos:


Adela: Sareta, sólo tienes trece años. ¿Qué dirían pai y mai si llegan a saber de estos pensamientos?

Sareta: Pai y mai están muy ocupados haciendo cuentas, solo les importan los cuartos. No seas estrecha, Adela, tú, tanto como yo, deseas sentir también los dedos de un hombre muy dentro, moviéndose al ritmo de tus ruegos, como los de mai cuando vacía los pollos, sólo que estos no pueden hablar (risitas).

Adela: yo tengo diecisiete años, Sareta, y todavía no he estado con un hombre. No seas golfa ¡eh! Como me entere de que andas buscando amoríos por ahí te preparas, pai es capaz de matar a cualquiera que te toque.

Sareta: descuida, hermana, no tenía pensado enamorarme.

Adela reprende a su hermana menor con una bofetada que le deja el redondo moflete encarnado y sale despavorida del cuarto, invocando a la santísima Virgen entre susurros y santiguándose sin cesar. Para la hora de la cena, la Sareta ya no estaba en casa. Invadida por la rabia, sale a las nueve campanadas por una de las ventanas que da al patio vecino y escala la pared entera hasta llegar al tejado de la casa contigua, espiando ventana tras venta con el fin encontrar aquellas manos varoniles que tanto anhelaba la Sareta, para que le introdujeran en los entresijos del placer.
Encaramada a la pared, la Sareta recordaba aquellos versos prohibidos, de viejos libros que sus padres intentaban esconder entre las polvorientas estanterías de la biblioteca, versos que describían las manifestaciones del sexo con un detallismo extraordinario. Apremiada por sus recuerdos y por el roce de la dura piedra entre sus muslos a medida que avanza la escalada, la Sarieta entra por la primera ventana sin quicios, que encuentra a muy pocos metros más adelante. Acalorada y jadeante se deja caer con suavidad sobre la alfombra de lana. Sus pechos se contonean al son de la respiración agitada, tumbada e inocente, como un animalito. Cuando se tranquiliza, se da cuenta de que tiene las manos peladas por el roce de la piedra. Sin pensarlo, se introduce despacio el dedo en la boca y chupa la pequeña gota roja que emana de su piel. Entonces, levanta la vista, y puede adivinar la mirada que le escruta desde la media luz. La Sareta sabía que los pequeños y lascivos ojos que la estaban mirando, eran los de un hombre.
La silueta se va acercando muy despacio, cohibida al principio y luego al acecho, al tembloroso cuerpo cada vez más excitado de la Sareta. Para su sorpresa, va poco a poco descubriendo, las definidas líneas de una mujer. Desde la alfombra, observa primero unos pies curiosamente pequeños, impolutamente cuidados y adornados con unas tobilleras doradas, que tintinean al son de los pasos. Las piernas esbeltas de turgentes muslos se arrodillan lentamente junto a la Sareta. La piel de la extraña es dorada, casi tanto como los abalorios que únicamente la atavían. Huele como a romero. La Sareta enseguida le puso nombre al rostro que no dejaba de mirarla: Riselda.

Riselda: eres blanca, como el color que rodea mis pupilas. ¿Qué haces aquí?

Sareta: he venido en busca de aventuras.

Riselda: (sospechando la coyuntura de la conversación) Eres muy joven. Entra, estaba a punto de acostarme.

Ambas cruzan la estancia hasta llegar al lecho, cuyas telas recordaron a la Sareta, a aquellos estampados arabescos que alguna vez había visto en los libros de historia. Riselda la invitó a sentarse, estaba profundamente excitada, a la par que desorientada. No conseguía encajar bien el deseo sexual que casi la embargaba, con lo femenino de las curvas de Riselda. Pensó entonces, en los dedos de su madre manipulando los pollos con una destreza casi impecable y una punzada de adrenalina subió desde lo más profundo de su vagina hasta su garganta, y la boca se le hizo agua. La Sareta tomó a Riselda de la mano y la acercó hasta su sexo.

Riselda: No creo que quieras hacer esto. Soy extranjera, mis bisabuelos emigraron a España tras el nacimiento del imperio Austrohúngaro. Vivían en Bucovina.

Sareta: ¿dónde está eso, en la India?

Riselda: No, en Rumanía, pero mi madre es tailandesa.

Sareta: ¿por eso tienes la piel teñida de oro?

En ese momento, la inocencia de la Sareta despierta una cierta curiosidad en Riselda, que acaricia con la punta de los dedos la tela que todavía cubre el bajo vientre de la niña, y sus labios se rozan con tanta dulzura que por un momento se detiene el tiempo en la alcoba de Riselda. Sus cuerpos, preparados para lo que estaba a punto de suceder, comienzan a retozar, completamente anegados por la blanca savia de sus jóvenes miembros, en un baile único a dos colores. En ese momento sonaban las doce campanadas y el pregonero anunciaba ya la desaparición de la Sareta. Riselda, asustada, se aleja de pronto, empujando a la niña hacia la ventana.

Riselda: pueden quemarme por esto. Vete.

Sareta: por favor, no nos descubrirán nunca.

Riselda: eres una niña, ¡fuera!

La Sareta sale de la alcoba con una punzada de dolor en el corazón. Se encarama de nuevo a la pared, y llorando entra en su cuarto. Se siente ultrajada. No se levantará hasta pasados dos días, bien entrada la mañana del miércoles.

Madre: vaya susto nos diste la otra noche, desgraciada. Tu padre estuvo a punto quemar la ciudad entera, con nosotras dentro. Eres una callejera. Anda a vestirte, que tienes que ir a la pollería. Vas a ser nuestra ruina, Sareta, a ver si aprendes de tu hermana. Cuando te vea tu padre…

La Sareta acude despacio a la pollería, con la cabeza clavada en la artesanía del suelo, preguntándose por qué su madre la habría despertado tan tarde, si ya no haría falta en la pollería, si ahora, su familia sentiría vergüenza de ella. Cuando entra en el establecimiento y rodea el mostrador, huele como a romero. Su madre y su padre no están, solo una mujer con la piel dorada, ataviada con abalorios, y los dedos metidos en el culo de un pollo.

5 comentarios:

  1. Gracias a todos por dejarme colaborar. Es el primer relato que escribo utilizando un corte erótico, pero me encanta la experiencia, y por consiguiente este blog me parece una gran idea. Enhorabuena!

    Holooo Albeeer!

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  2. Bienvenida y espero que disfrutes de la literatura erótica como todos nosotros intentamos hacer!
    Sigue creando!

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  3. ¿Esto no es apología de la pedofilia?

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