domingo, 31 de julio de 2011

Cavilaciones milfianas. Primera entrega

Situémonos en la puerta de un colegio. Allí ha sonado ya la alarma que permitirá a los vástagos de la educación primaria abandonar sus pupitres y salir al encuentro de sus madres. He ahí el motivo de este ensayo. Esas mujeres, madres, solteras o simplemente mujeres atractivas y sexualmente muy atrayentes y posiblemente activas.
Para todos nosotros es un verdadero regalo de este transcurrir de días que llaman VIDA poder disfrutar de ese tipo de mujeres a las que llamaremos MILF. Las MILF suelen encasillarse dentro de unos estándares físicos y comportamentales que, si bien son bastante variados, son fácilmente reconocibles. A pesar de que la estereotipación puede mostrar cierto carácter superficial en una descripción, repetir los rasgos más comunes de este tipo de mujeres es necesario para su identificación y aprehensión.
Uno de los complementos que mejor definen a este tipo de mujeres son las gafas de sol. Esos cristales tras los que se esconden los ojos de una depredadora consciente de que mantener su buen tono físico le permitirá poder "consumir" presas jóvenes suelen ser de un tamaño bastante considerable y dan un tono misterioso, morboso e inquietante a todas esas mujeres con las que, si fuese posible, siempre te gustaría compartir una noche de "inquietudes". Y es que ese tipo de mujeres desprenden un halo de apetencia sexual constante y despiertan en la población más joven deseos de poder satisfacer los deseos más primarios de esas mujeres que pueden volver a caminar una senda, la del affaire sexual, ya pateada años atrás.
El pelo es otro de los condicionantes que ellas lucen sin pudor y que, para todo aquel iniciado en el arte de su identificación, cumple una función de señal de sed vaginal, de deseo de ser poseída por un cuerpo más vigoroso y joven que el suyo que, si bien está en la plenitud de su vida, siempre necesita ser complementado por un motor con unos cuantos caballos de más.....(continuará)

Inmaculada y el Manantial Blanco




El verano era duro. Los rayos del sol que atravesaban las peladas y secas copas de los árboles no garantizaban el refugio a la sombra en ese bosque áspero. El bochorno molesto, húmedo, casi asfixiante, no aflojaba lo más mínimo ni con las contadas brisas que conseguían colarse entre los troncos y maleza de ese pequeño aparte natural del campamento de verano El Enclave Austrohúngaro. Pero los niños que recorrían con agilidad, saltos y juegos de equilibrio los estrechos senderos abiertos entre la maleza, no notaban ese violento tiempo veraniego. La monitora que los guiaba por ese confuso bosque tenía que hacer esfuerzos para que no se notaran sus movimientos esforzados; su sudor, aún moderado, le molestaba al notar cómo se pegaba a su piel, ahora rosada por el calor y el sol. Su atuendo blanco, casi inmaculado aún con todo el polvo levantado por el camino, era holgado, fresco, pero desde luego no protocolario para ese campamento. Los pantalones blancos que acababan por debajo de las rodillas, dejaban entrever unas espinillas con cicatrices de una juventud traviesa; como también veían su talla forzada conforme se acercaban a la generosa cintura de la chica. El top enlazado, que dejaba al descubierto unos brazos fuertes, propios de deportista, tenía el cuello ajustado y en él se había formado un transparente escote por el sudor. Y más molesto resultaba todavía cuando arrastraba su superficie por la delicada piel que cubría cuando ella tenía que hacer, asiduamente en esos senderos, un movimiento brusco; todo su voluminoso busto cedía ante los vaivenes, y el prescindir del aparatoso sujetador a causa de ese insoportable bochorno no ayudaba a la situación. La chica, a pesar de todo, mantenía la compostura y energía que se requiere para manejar a tal grupo de ociosos niños.

La dirección del campamento era permisiva con el vestir de la chica, aunque diera y obligara a llevar normalmente una camiseta personalizada, con el fin de ser reconocibles fácilmente como miembros del personal; pero en su caso, al tener bajo su responsabilidad a un grupo de tan poca edad, que en toda persona mayor reconocía la inmediata figura de autoridad, no hacía falta esa rectitud. Además de no existir la mirada mal intencionada hacia las libertades vistosas de su vestuario; aún con el baile de edades de el grupo a su cargo, lejos estaban esos niños de tener el menor pulso de despertar sexual que les hiciera conscientes de la voluptuosidad de su monitora. Así ignoraban la potencia del terso pliego de sus piernas y su maleable, respingona y redondeada unión con la prominente cadera cuando ella les indicaba cómo escalar ese pequeño desnivel del camino. Tampoco comprendían los peligros de esa mirada accidental cuando les tendía la mano desde arriba y les ayudaba a subir, y por un momento pasaba por delante de ellos esos aplastados y desbordados pechos. El mecer de su ondulada cabellera pelirroja cuando ella se quitaba su gorra blanca para secarse el sudor de su suave frente, no escondía ningún misterio; ni encontraban encanto en cómo se apartaba los pelos de su pequeña y pecosa nariz para volver a recogerlos en su coleta, que dejaba salir por el agujero de la gorra y acariciaba continuamente en su balanceo el cuello delicado de la inocente monitora.

Cuando todos llegaron a ese desnivel del río, en que se formaba un generoso estanque sin corriente, pero con un agua renovada, limpia y fresca, los niños, de igual forma, no lo veían como el alivio de ese calor pesado y pegajoso. Ahí estaba para ellos el momento de la gamberrada acuática, de las salpicaduras, los buceos, las aguadillas sin peligro y los grandes saltos a escala desde las rocas y troncos que acotaban el estanque. En esos momentos a ella le gustaría poder tener otra vez esa inconsciencia del cuerpo, de no sentir la pesadez de ese ambiente incómodo, que éste se quedara en una excusa para poder estar más tiempo fuera de casa, pasando el rato en la mayor incertidumbre posible, sin preocupación ni arreglo posterior, con ese miedo imprudente a todo acto irreflexivo que siguiera a toda decisión impetuosa y lógicamente infantil; la vuelta a ese paréntesis de dilatación infinita, interrumpido por la mano ajena del adulto. Pero ahora a ella le correspondía ser ese adulto que les controle desde lejos en sus juegos antes de que estos acaben en un accidente que sobrepase la mera enseñanza del error infantil. Estaba resultando una tarea más complicada por haber prescindido de la prenda de baño; la pereza para el cambio de ropa antes de la caminata ya provocó el primer arrepentimiento durante esa caminata sudorosa, pero ahora estaba en pleno terreno del martirio cuando forzaba sus posturas para poder controlar a todos esos hiperactivos críos. Tenía que recorrer los bordes a toda prisa para detener el salto imprudente de unos y otros, extender su cuerpo retando a la gravedad para separar a esa pareja peleona, saltar entre rocas para alcanzar algunos recovecos peligrosos en que se aventuraban los niños curiosos; todo, mientras aguantaba compostura y respondía a las continuas bromas y travesuras inocentes. Hasta que un niño de molesta precisión y malévolo cálculo aprovechó uno de los momentos equilibristas de su monitora para dar un puñetero empujón que la precipitó entre risas hacia el agua.

Hubo un momento en que todo se detuvo ante la incertidumbre de qué ocurriría cuando ella saliera de nuevo a la superficie. Los niños todavía reían, pero con el miedo inexplicable de no saber si les esperaba la mayor reprimenda que podían imaginarse, o si la mujer seguiría el juego con el mismo ánimo que ellos, en una pequeña vuelta a su ligereza infantil. Pero ninguno pudo prever el silencio en que todos se sumieron cuando ella simplemente emergió confusa, sin decir palabra, enajenada, y miró a su alrededor sin comprender del todo el motivo de esa situación estática. Los niños no comprendían qué les detenía en esa contemplación absorta de la figura húmeda de su monitora. El resplandor del sol crepuscular que zigzagueaba entre los árboles recortaba la figura de la chica mientras ésta se dirigía a la orilla. La luz recortaba su curvada silueta, y la mirada de los niños descifraba el efecto de la ropa húmeda pegada a la piel, cómo las arrugas ahora se correspondían a las juntas de unas extremidades que con sus movimientos provocaban un pequeño embrujo. También observaron con curiosidad cómo la tela húmeda dejaba ver e imaginar a partes iguales la particular piel moldeada, cómo el deslizamiento entre esas dos texturas hacía sentir la suavidad elástica del misterioso cuerpo. No sabían del todo el porqué de esa extraño cosquilleo culpable al ver esa pequeña parte más oscurecida, con una protuberancia minúscula, pero que les encauzaba a una ignota mirada de placer por todo el busto cuya proporción ahora comprendían y gozaban.

Ella se sentó en un borde del estanque y recuperó consciencia de la situación, pero ignoró la absorción extática de todos los niños que estaban contemplándola; hizo un gesto dejado que les devolviera a sus juegos y bajó la cabeza para corroborar el desastre de toda ella. Se giró de forma que diera la espalda al estanque, y dejó a la vista de los petrificados infantes la textura apelmazada y salvaje de su cabello húmedo en contraste con la tela, que ahora retiraba por su cabeza, en un mimoso gesto de brazos, y que provocó un movimiento orgánico de los mechones que cayeron al instante como una cascada por toda la curvatura de la espalda en que se contaban a través de la fina piel todas las delicadas vértebras y cuya línea armónica continuó por la superficie del agua e hizo que uno de los infantes avanzara embelesado por ella, en búsqueda del ángulo perdido de ese cuerpo. Orbitó sobre el perfil, y encaró el frente de su monitora, donde se detuvo ante la mirada interrogativa de ella, que ignoraba la intención del niño, su capacidad de comprender la pulsante situación que surgiría normalmente.





No pudo responder cuando sintió el mecer de la mano del niño para abarcar su pecho derecho. Tampoco pudo asimilar la sensación que surgió de ese pequeño punto de su cuerpo y que se extendió hasta su cerebro, paralizándola. Cerró los ojos, impotente, y notaba ahora los dos puntos insignificantes que el niño palpaba en su búsqueda candorosa de una carnalidad que no interpretaba, que únicamente podía sentir, intuirla en sus pequeñas manos. La chispa ingenua que surgía de esos inquietos dedos aflojó sus músculos y nubló su rededor; ignoró cómo el resto de niños se acercaban vacilantes y curiosos y formaban un travieso círculo a su alrededor. Pero sí sintió con intensidad la multiplicación de esas manos suaves que cosquilleaban partes de su cuerpo que tanto ella como los niños descubrían por primera vez; su cabeza flotaba en el mecer de su pelo cuando las manos enredaban perdidas en sus cabellos; su cuerpo se disolvía en el sobo respetuoso y cándido y lo reconstruía en las tensiones extasiadas de su piel cuando dos manos disputaban por descubrir el mismo recoveco de ese misterioso, vibrante cuerpo. En la mezcla obnubilada e informe de sensaciones, ella logró apartarse sin fuerzas las prendas que todavía cubrían la parte inferior de su cuerpo. Y comenzó a descubrir con placer velado, al mismo tiempo que la araña inocente, ese nuevo terreno, que ocultaba todavía más meandros de dicha erógena. Tal era la amalgama pletórica de sensaciones que soportaba toda su piel, que era incapaz de percibir su entorno inmediato y vagaba perdida en una niebla ingrávida de corrientes convulsivas. Y cayó en el vacío cuando alcanzaron y descubrieron el caótico valle húmedo y carnal entre sus piernas.

Acaso fue la torpeza ágil, la curiosidad atenta, la mesura nerviosa y la pasión casta de esa multitud de diminutas manos lo que les permitía alcanzar la armonía sensible de ese recoveco de placer caótico. La monitora alcanzó una epifanía convulsa que la sumió en el añorado paréntesis de calma pueril. Y continuó en una dilatación eterna, que no se detuvo aún tras el cansancio de los niños confusos; tampoco ante el revuelo y polémica levantado días más tarde por el caso de abuso de una encargada del campamento, Inmaculada, de su grupo de menores; como ignoró también la marea de líquidos seminales que acaparó su recuerdo en el despertar sexual de esos niños; de la misma forma que desdeñaba el vacío social al que se condenó después. Ese paréntesis nunca se cerró en su consciencia, el recuerdo necesario para prolongarlo se encontraba en el mapa de su cuerpo, del que ella conocía todo rincón.