miércoles, 29 de diciembre de 2010

Los Patéticos Entremeses de Maese Marcos y Don Simón (4)

DE 3 EN 3

Por increíbles y fantásticas que las historias que siguen son,

en forma de verso les van a ser presentadas

esperemos sean de su gusto y queden bien justificadas.


En escena el maese, y a su lado Don simón

Que caminan alegremente por un camino boscoso

de árboles verdes y amarillos que junto al canto de los grillos

hacen el viaje más gustoso.


DON SIMÓM:

Parece que llegamos, Maese.

¿Le presta que descansemos junto a este árbol vigoroso

que de pájaros llenas tiene las ramas?

MAESE:

Por supuesto, simoncete,

que de descansar tengo ya ganas.

¿Traemos víveres suficientes para pasar aquí la tarde?

SIMÓN:

Por supuesto, buen maese.

No se alarme.


Hace aparición en escena una joven semidesnuda.

De piel blanca, ojos verdes y una cara angelada.

Una rizada melena sus pezones tapa.

Llora desconsolada, está perdida, está confusa.

No acierta a decir palabra. No acierta a dar paso firme.


SIMÓN:

¡Válgame el cielo!

Mire, maese, que doncella tan perfecta.

Ni siquiera mis palabras a describirla aciertan.

MAESE:

¡Madre de Dios, Simoncete!

Habrase visto… ¡si va hecha un Cristo!

Bien es cierto que belleza no le falta,

pero sus rotas vestiduras su hermosura empañan.

SIMÓN:

No creo que así por gusto vaya, caramba.

Mire como llora, es la pena que la embarga.


La muchacha se acerca con cierto disimulo

y al agacharse al saludar su vestido sube. Se le ve el culo.

Tersos músculos, un cuerpo casi esculpido.

Simón la mira. Hace aparición Cupido:

tocado y hundido.


MISTERIOSA DONCELLA:

Saludos, caballeros.

Perdonen que así me presente,

no es este mi vestir corriente.

SIMÓN:

Perdónenos usted, bella doncella,

que en mostrándonos sus encantos por descuido

ni el más minimo esfuerzo hemos hecho

en disimular que mirábamos sus pechos

y ese cuerpo tan bien esculpido

MISTERIOSA DONCELLA:

Por Dios, me sonrojáis.

MAESE:

¡Qué modales, Simoncete!

Lo propio es presentarse

y no al flirteo lanzarse sin apenas conocerse.

Mi nombre es Marcos, señorita.

MISTERIOSA DONCELLA:

El mío Lucía, buen señor.

De no muy lejos vengo, apenas si unas horas de camino,

pero unos brutos me sorprendieron

y en queriendo darme matarile

mis ropajes rompieron

MAESE:

¡Habráse visto!

LUCÍA:

Llevo ya un rato caminando sin saber bien donde estoy

paréceme siempre tropezar con los mismos animales.

A distinguir el camino ya no acierto,

y de tan desnuda que voy

me están entrando unos fríos garrafales.

SIMÓN:

Pues por casualidad una manta en el zurrón llevo

Austrohúngara, de grueso pelo.

El que le habla es Don Simón

A su servicio, por cierto.


Simón se acerca y a la joven con la manta cubre

Y sin querer, por debajo, le acaricia las ubres.

La muchacha se sonroja, se sonríe, se enciende

y le devuelve las manos a Simón muy sonriente.

El maese, que aunque en otra esquina, está presente

Fija los ojos en simón, que manosea a la doncella

La que hasta hace unos segundos de su mano comía

La que podía ser la primera, la que al maese estrenaría.


SIMÓN:

Maese, ¿qué os enoja?

MAESE:

¿Qué qué me enoja?

¡Que no paras!

Muchacha que conocemos, muchacha que acaparas.

Y así, Simoncete, no hay forma

LUCÍA:

¿Qué discutís, qué pasa?

Tanta espera ya me abrasa

No me dejéis así.

SIMÓN:

Mi buen maese, señorita, que los celos se lo comen.

En viéndome con usted tan acurrucado

y creyendo él estar tan bien encaminado…

Sin duda nuestro roce le ha enojado.

LUCÍA:

Oh, pero señor, que tontería

¿Acaso creen que con uno voy bien servida?

Dos hombres busco que me cubran, incluso tres si se tercia.

Aquí hay fuego para muchos, no se extrañen si se queman.

MAESE:

¿Me está diciendo, señortia

que trío es lo que busca?

LUCÍA:

O cuarteto, señor mío.

Vengo de un largo camino y mi sed nada la sacia

Traigo ya roto el vestido

¿qué más os hace falta?

¿Qué del todo me desnude y mis lindas piernas abra

aquí, bajo esta acacia?

Una es una señorita.

SIMÓN:

¡Pues vaya una gracia!

MAESE:

¿Y por turnos su sed no se sacia?

Mire que aquí Simón y yo de largo tiempo somos amigos

Pero nos gusta vernos la cara siempre bien vestidos

Yacer juntos con usted sería un gran trauma.

¿De uno en uno no se calma?

LUCÍA:

De ninguna manera, o los dos o ninguno

Que yo traigo mucha sed para un solo trago

Un solo bocado me sería muy amargo

SIMÓN:

Pues ya lo ve, maese.

Uno solo no le vale, solo en grupo le complace

MAESE:

Pues que quieres que te diga, Simoncete,

no me hace.

Y usted, linda muchacha, vergüenza debería darle.

LUCÍA:

Pues vaya un par de marineros.

En viéndoles de lejos parecían más mancebos.

Seguro que mil veces esto mismo han imaginado

Pero al verlo ya hecho, se me han acongojado.

Vaya par de cobardicas.

MAESE:

¡Ya está bien, jovencita!

Que contando que dos brutos te asaltaron viniste

Y al momento al sexo libre te lanzas.

No seré yo quien dude de tus andanzas

pero me huele a que antes nos mentiste

SIMÓN:

Recatada parecía , la muchacha

Y ha resultado ser bien suelta.

Anda, devuélvenos la manta

Y date media vuelta

LUCÍA:

Por donde vine me marcho,

Sois un par de maricones.

Bien tocais bajo la manta

Pero a la hora de yacer

Os faltan dos cojones

MAESE:

¡Cómo habla la criaja!

Anda, tira, maja


Y por donde se fue vino.

Deshizo rápido el camino que hacia ellos había trazado

Soltó la manta, desnuda quedóse

Andentrose de nuevo en el bosque y perdiose en la maleza.

El maese y Simón quedáronse confusos, sin tener la certeza

de si aquello fue sueño, realidad o una estúpida proeza.

miércoles, 22 de diciembre de 2010

El carrete antes del álbum.

*AVISO

Tras una pequeña reducción en la frecuencia de entradas del blog, siguiendo toda la ostentosidad de estas fechas, y parejo al gran sorteo de esta mañana, el siguiente relato es particularmente extenso.

En absoluto apto para la lectura propia de un blog, avisamos que esta lectura requiere un margen de tiempo considerable. Si no dispone de él en este momento, apúntelo en su agenda, marcadores o memoria para una lectura futura.


DSC_0171




Él y ella se están mirando en una foto que acaban de hacerse con el Arco del Triunfo de París detrás. Ya han decorado los Campos Elíseos con los adornos, luces y casetas navideños. En el arco, en estas fechas, tienen una enorme bandera en el centro, cubriendo la llama. Ellos saldrán con la bandera francesa, ondeante, al fondo de la foto.

Por suerte, la huelga de controladores no les alcanzó para su viaje durante el puente de la Constitución. Él se pudo permitir un día libre antes; ella está en el paro, buscando trabajo. Lleva haciéndolo 6 meses. Estudió filología francesa, acabó hace 2 años. Es la primera vez que puede venir a París. Es su sueño desde niña. Sus padres vinieron cuando ella tenía 10 años, la dejaron sola con su abuelo que, para sorpresa de todos, aceptó cuidarla. Siempre habían pensado que no tenía paciencia para los niños. Los padres creyeron que hizo el esfuerzo para que su madre pudiera viajar a París una última vez. Tenía cáncer de mama. Y miedo, mucho miedo por cuánto tiempo le quedaba. Estuvieron ahorrando largo tiempo para poder volver. Sus padres se conocieron allí. Llevaban 15 años juntos. La madre murió dos años después del viaje. El diagnóstico fue tardío, y en mujeres jóvenes es mucho más agresivo. Ella es idéntica a su madre.

Él trabaja en la empresa de su padre. Probablemente la herede dentro de pocos años. Su padre tiene 53, su abuelo 75. Está en las últimas fases del alzhéimer que comenzó a los 66; cada día descubre como la primera vez el asilo en que lo cuidan. El padre controla una empresa que fabrica los conteiner de los barcos de mercancías. La fundó junto con un amigo. Éste se suicidó al conocer la infidelidad de su mujer con el padre de él. El padre compró el resto del accionariado con lo que había estado invirtiendo de su porción de beneficios. Él consiguió entrar en la ICADE de Madrid y así tener someramente justificado el puesto en la empresa de su padre. Desde siempre ha estado acostumbrado a un nivel de adquisición alto. Ahora su sueldo es objeto de envidia de todo joven de su misma franja de edad. Él bromea y le quita peso diciendo que sólo tiene un cero más que su número de amigos en Facebook. Su sueldo no ha aumentado desde que entró en la empresa. No lo hará hasta que obtenga el puesto de su padre. Pero ya lo sabe, de momento para él es suficiente. Con ese sueldo se ha permitido el iPhone 4 con que se han hecho la foto.

La cámara fotográfica del interior tiene una resolución mucho menor y mayor ruido en situaciones con poca luz. Él no se da cuenta, nunca ha entendido ni se ha preocupado de hacerlo. Ella sólo se fija en que su nariz sale más grande de lo que le gusta. La cámara interior del teléfono tiene un angular exagerado, pues está pensada para videoconferencia, y tiene que valer para toda distancia. Él nunca ha usado la videoconferencia; todos los amigos con que cree que la usaría tienen Blackberry; no usan el mismo protocolo. Utiliza la cámara interior para hacerse fotos como la de ahora, pues puede ver a la vez lo que fotografía y, además, cabe todo lo que quiere dentro de la foto. Ella hace otra vez la observación de que su nariz sale más fea en la fotos.

Es verdad. No tiene una nariz pequeña. Pero tiene una graciosa punta redonda y respingona; su puente es muy fino, y así sus enormes e inocentes ojos verdes consiguen compensar el peso. A él es lo que le llamó la atención de ella. Él también tiene la nariz grande. Se tiende a buscar, subconscientemente o, mejor dicho, por instinto, rasgos similares en las personas del otro sexo; también se buscan semejanzas con las figuras paternas. Así se continúa la herencia genética con más seguridad.

Él, cuando la vio en el Starbucks hacia Ópera, recuerda especialmente esa graciosa nariz, y siempre se lo cuenta así a ella. Después se fijó en que se entrevía ligeramente el encaje del sujetador negro que ella llevaba por debajo del ligero y traslúcido vestido blanco. Era verano y ella sudaba muy ligeramente, de forma que entre sus pechos se producía una calurosa condensación. Pero toda su humedad también contorneaba el conjunto del busto hasta remarcar la práctica perfección y equilibrio con el resto del cuerpo: escueto, redondeado y de piel rosada y suave. Se volvió más rosada cuando él se sentó en su mesa. Ella levantó asustada la mirada de su ejemplar sin traducir de Las ilusiones perdidas. Le costaba mantener la tímida mirada mientras se tapaba cohibida los labios finos y puntiagudos. Sus curvadas mejillas destacaron aún más su vergüenza con un rubor que sobresalía entre sus largos, lisos y negros mechones. La amable y ligera risa de él le hizo levantar la mirada otra vez, pero le costó mantenerla. Vio un chico apuesto, de ojos negros marcados por unas gruesas cejas que llevaban a una aguda y perfilada nariz. Su mirada era muy segura, serena, con una acogedora amabilidad. La cuadrada mandíbula se apoyaba en un contundente cuello, que tenía la nuez prominente entre las solapas de la camisa negra de seda. Él levanto el brazo para recolocar el flequillo de su pelo lacio y azabache; se remarcaron ligeramente sus bíceps y el vello del antebrazo se mecía entre los puños abiertos de la camisa de Lacoste. Sonrió otra vez, más ampliamente, y se sombrearon unos hoyuelos tupidos por una cuidada barba de tres días. Ella consiguió mantener con dificultad la mirada, haciendo muchos esfuerzos para contener su vergüenza excitada. Él estuvo un momento sin hablar, sólo mirándola con sorpresa y ternura, hasta que a ella se le redujo el rubor.

Esa primera conversación fue difícil y de considerable torpeza. Aunque ella intentaba ser agradable, no podía controlar su timidez. Él, aún con los esfuerzos para que estuviera cómoda, no sabía cómo dirigirse a ella. Siempre había estado con chicas simpáticas y activas; le gustaba precisamente que ella estuviera tan cohibida. Ella afrontó la vergonzosa situación porque encontraba protectora la mirada de ese desconocido. Normalmente acababa escapando de todos los chicos que se le acercaban con intenciones evidentes, pues no podía ignorar la agresiva mirada con que acompañaban sus palabras. Él seguía sin encontrarlas. Su silencio pasó a ser el pilar de su relación. Él salió del paso preguntando por el libro que ella estaba leyendo. El entusiasmo nervioso con que ella respondió le cautivó definitivamente y, aunque no tenía profundo interés por lo que decía, su graciosa cadencia de hablar y melosa voz le era suficiente para quedarse escuchándola. Ella paró un momento y preguntó si no le estaba aburriendo. Él respondió que no y le dijo su nombre. Ella respondió con el suyo, y siguió hablando. Durante el resto de su relación se mantuvo así. Ella le hablaba de lo que había hecho durante el día, de recuerdos de niñez, de los libros que había leído y estaba leyendo, qué le habían hecho pensar, etc. Él sólo la miraba y respondía o comentaba con pequeñas frases. A veces eran pequeñas observaciones, o algún detalle personal. Aún nimiedades, a ella le resultaban tranquilizadores y tiernos retazos de ese chico que le dejaba mirar todo el tiempo a sus ojos, agradables, acogedores, protectores. Seguía hablando, mientras le miraba y se agarraba a su amplia cintura.

Nunca le ha hablado tan generosamente del sexo. Él tampoco fue capaz de comenzar conversaciones hacia ese camino. Ella marcaba los temas de los que hablaban, y él escuchaba. Cuando él la tocaba con ligeras caricias o abrazos, ella le contestaba de igual manera y con mayor cariño. Cuando él, la primera vez que estaban en su piso, acercó las caricias a lo erógeno, ella respondió con torpes reflejos nerviosos. Ella estaba temblando de emoción y excitación, pero no conseguía relajarse y disfrutar de los esfuerzos de él. La tranquilizó con besos, acariciándole el pelo, mientras le susurraba palabras de inhóspita dulzura. Ella era la primera vez que le escuchó durante tanto tiempo, tan cerca, tan vibrante. Consiguió calmarse. Se relajó también su piel. Él ahora sentía la suavidad de todo su cuerpo. Por unos minutos estuvo únicamente deslizando sus manos por toda la superficie, siguiendo sus líneas, sus volúmenes, sus imperfecciones. Apretaba con delicadeza paternal las tersas nalgas, envolvía los esculpidos pechos sin alcanzar a captar su exacta moldura, cubría el sexo sin comprender su pulcra suavidad. Ella fue impulsada por la inercia y se recreó en la dura superficie de los pectorales, se deslizó por el relieve suave de su abdomen, dejó que sus dedos se entrelazaran con el vello de su pubis. Tocó los genitales con delicadeza científica, llevo su mano por el tronco suave del pene erecto y comprobó la ligera curvatura hacia arriba. Empujó hacia atrás la piel y descubrió el glande a la vez que dejaba caer todo su peso en él. Cayeron entre las sábanas mientras ella le besaba hasta la yugular. Tumbados, ella comenzó a seguir el mismo recorrido que su mano.

Ella estuvo llevando durante toda su adolescencia aparatos de ortodoncia. Los sucesivos cambios de modelo según los diagnósticos le habían hecho llevar tanto por delante de los incisivos como por detrás. A ella siempre le molestaron; continuamente estaba bien removiendo los labios, bien hurgando con la lengua en las ásperas estructuras de los alambres y braquets. Lo primero le dio cierta prominencia y fortaleza especialmente a su labio superior. Lo segundo le llevó a conseguir una pasmosa habilidad, fuerza y rapidez con su lengua. Ahora él estaba atrapado en las sensaciones que ella le provocaba con ambas virtudes. Además, su graciosa nariz le permitía tal conducción del aire, que era capaz de crear unos vacíos que pegaban su glande contra su suave paladar. Ella comenzaba entonces a perfilar todo su miembro, hasta por los más precisos recovecos. Apretaba con fuerza en la punta y pulía a innumerables revoluciones el frenillo, hasta que él llegaba a minúsculos espasmos. Se retiraba y presionaba entonces con sus labios, y recorría en todo su relieve la superficie hasta la base, dejando matizar todo el calor de su interior. Repetía el proceso, intercalaba el anterior, y añadía variaciones que él no podía prever ni controlar. Al último punto ella oscilaba arriba y abajo, creaba un conducto estrecho y ondulado, y aumentaba progresivamente la velocidad, hasta que él era incapaz de distinguir el ritmo de la percusión. gszfdgadgdado con rolentre un mar de l y ondulado, y aumentaba progresivamente la velocidad, hasta que engua eobrempo a sus ojosÚnicamente sentía una intensa fluctuación de fundido calor. Acabó en una última tensión. Sólo recuerda dormirse entre un mar de líquidos mecido con asonante adhesión.

Al día siguiente ella no estaba. Le extrañó, pero no llegó a la preocupación pues, al poco tiempo, recibió un mensaje de ella, citándole para esa misma tarde. Otra vez, fue ella quien habló durante todo su paseo por las calles de Malasaña. Eludió por completo lo ocurrido la otra noche. Él fue incapaz de hacer la más mínima observación, y sus pequeñas frases se restringieron a ingeniosos e inocentes comentarios. Ella le llevó a su casa a cenar. Mientras cocinaba, le obligó a esperar en el salón. Un álbum de Ken Ishii sonaba en el iPod conectado a unos altavoces Bose. Tenía una decoración de colores cálidos y texturas suaves y grumosas: cortinas con bordados, cojines con relieve, naranja pardo, morado transparente. Libros y libros, separados por esculturas geométricas, llenaban las estanterías blancas de Ikea. Posters enmarcados de Mondrian, Delaunay y Pollock cubrían las paredes. Es la contraposición a su piso. Él tiene las paredes de un blanco liso y puro, a excepción de baldosas negras y granates de su cocina. Sus muebles son de líneas curvas y, generalmente, de construcción en una sola pieza. El resto de decoración son matices de grises y líneas de color que enmarcan ventanas, puertas o el balcón. Su piso tiene cubiertos puntos muy concretos con fotografías en blanco y negro de autores que no conoce. Sus plantas se reducen a arbustos secos en macetas de piedras grisáceas y lisas. Ella ha preparado un cuscús que le deja anonadado a los pocos bocados que da. Casi no hablan durante la comida, ella se contenta con mirar cómo devora con gusto la cena que ha preparado. Al acabar se quedan en uno de sus acostumbrados silencios. En el mismo silencio acuerdan ir al dormitorio. En el mismo silencio se entremezclan en las sábanas de la estrecha cama.

Él creía que ella ese día no estaría temblando, pero comenzó con los mismos reflejos. Ella le pidió que volviera a susurrarle las palabras de la otra noche. De la misma forma su cuerpo se relajó por completo. Ella comenzó a apretar los músculos de su cuerpo. Agarró sus nalgas, tersas y fornidas, mientras besaba su grueso cuello. Comenzó a responder a las palabras amansadoras con idénticos susurros. Se enlazó sobre los hombros elevados de él, y lo meció hacia abajo, mientras ella se dejaba caer lentamente sobre las sábanas. Sintió sus cabellos deslizarse entre sus pechos mientras el recorría sus pezones con los labios y los mordía con excitación cuidadosa. Sintió la punta de la lengua seguir el juguetón sendero desde su ombligo hacia su pubis, hasta sentir el calor del aliento filtrarse por la hendidura de su sexo. Él comenzó a pulsar con su aguda nariz; los olores de la excitación le desvanecieron hasta obligarle a elevarse y comenzar a tantear el sabor del clítoris cubierto. Los labios son suaves, elásticos, tersos, rosados. Responden a su ímpetu guiándole y constriñendo a través del mapa erógeno de su sexo. Primero le dejan rondar y perfilar con suavidad. Luego le dejan cubrir y succionar con ligero ímpetu. Después le dejan que la textura grumosa de su lengua realice una sinuosa y opresiva pasada. Ella tiembla a través de toda la superficie. Los cambios entre una etapa y otra la conducen por un vaivén en el que sus piernas pierden el equilibrio y tiemblan y golpean. Él baja a la entrada de su vagina y apuntala con su nariz la zona anterior. A los acercamientos de su lengua, una breve dilatación le deja intuir el origen de todo el calor. Al intentar llegar más allá, una contracción le pinza la lengua. Continúa como si fuera un juego, pero la repetición le hace desistir. Al subir de nuevo besa y aspira ahí donde ve que ella responde inmediatamente. Sigue los malabares y escucha el extraño sonido con que ella reacciona. No son los comunes gemidos de creciente intensidad, sino un agudo y suave ronroneo que eleva su tono a una frecuencia cada vez mayor. Conforme él alcanza, la ondulación es cada vez más rápida. La sincronización le deja en un trance erótico que aumenta progresivamente la velocidad de su vibración. Ella siente la onda prolongarse desde su sexo. Las pulsiones alcanzan todos sus nervios. Ahora llegan las frecuencias progresivas, que se extienden en un árbol por toda la superficie. Los enlaces han tejido una malla de oscilaciones que ahora van aumentando su intensidad. Cada vez a más profundidad. Cada vez a mayor tempo. Una última sacudida la deja suspendida en el espacio. La reverberación escapa por sus piernas. Él queda atrapado en los ecos. Vuelven a quedar en uno de sus silencios.

El resto de las veces también fue así. Ella conseguía escabullirse al comienzo, pero él comenzó a insistir con tanta preocupación como urgencia. Se resistía a que la penetrara. No se inventó excusas; la reacción de ella al mero intento de penetrarla lo detenía. No era una queja, era auténtico sufrimiento y miedo. Él hizo primeros intentos con toda la sutileza y cuidado que le era posible. Su erección se deshacía nada más ver el rechazo de ella. La contracción de su vagina le hacía sentir que estaba a punto de violarla. Semanas después seguía intentándolo, pero cada vez con menos respetuoso ímpetu. Esa vez ella tuvo que apartarlo con furia desproporcional. Al ver cómo él respondió disculpándose con auténtica vergüenza, decidió intentar hacer un esfuerzo las próximas veces. Después de varias semanas, lo único que consiguió fue abrir ligeramente la entrada de su vagina. De esa manera únicamente conseguía cubrir el glande de él. No podía ni siquiera plantearse un pequeño avance hacia adentro. Después consiguieron que él pudiera moverse en un margen de 2 centímetros de profundidad. Era una nimiedad que, aún así, él le agradeció profusamente; un intento de que esos ánimos agilizaran todo el lento avance. No sirvieron de nada. No consiguió más que 1 centímetro más. Para sentir algo realmente, tenía que sacar su pene del todo e introducirlo hasta el fondo de ese minúsculo margen. No obstante, ella alcanzó una habilidad y control absoluto de esa pequeña parte de su vagina. Cada pequeño milímetro de las paredes lo podía contraer, ondular o cerrar a su antojo. Desarrolló la íntima virtud de manera que, en esos pequeños 3 centímetros, daba indescriptibles masajes y sensaciones al glande insatisfecho de él. Después de la novedad y la probada maestría, seguía sin ser una verdadera penetración. Lo intentaron con el sexo anal. Ella nunca se mostró reacia, sino totalmente voluntaria. Aunque en un comienzo lo pensó como sacrificio por una relación que le parecía amenazada, al final le parecía que era una opción sugestiva además de viable. No hubo suerte. Innumerables lubricantes, lavativas, relajantes y previos. Ella conseguía dilatar al máximo su ano. Él penetraba poco a poco sin problemas. Ella sentía el desconocido avance por todo su interior, y un escalofrío le recorría todo el cuerpo, hasta que se asfixiaba en el pecho. Él introducía todo, y después podía hacer dos o tres embestidas lentas y cariñosas. En ese momento, y sin la intención de ella, se cerraba el ano con una fuerza inesperada. Él casi quedaba atrapado, pero tuvo reflejos y suerte. Ella se disculpaba, intentaba abrirlo de nuevo, le era imposible. Unos movimientos grotescos le bajaban toda la erección. Ella se desesperaba y más de una vez comenzó a llorar. Él enseguida se acercaba a consolarla, abrazarla y tranquilizarla. Era el momento en que más le hablaba; nunca recuerda qué le decía. Creía que eran palabras de cariño, pero mientras las susurraba, ella aún temblaba en sollozos mudos y así comenzaba a masturbarle. Era un movimiento parsimonioso, triste, fuerte. Conforme ella se iba tranquilizando aumentaba la rapidez de su brazo. Él eyaculaba con intensidad inusitada y se quedaba adormecido. Al despertarse por la mañana, abrazado a ella y a su mirada dulce y virgen, no podía recordar qué le había dicho en ese oscuro momento de la noche anterior.

Fueron al sexólogo. Les dijo que no era un problema físico. De hecho sus genitales tenían una salud envidiable. Él ya sabía que ella tenía un sexo joven y fastuoso. Ahora sabía además que no tenía ningún problema fisiológico. Aún en el silencio consiguió preguntarle si el problema era él. En el mismo le contestó que no, que no había motivos. Ella fue a un psicólogo, sin hacer resistencia al consejo desesperado de él. Durante las primeras semanas fue a la consulta. Aceptó con la condición de que él no pagase el psicólogo o, que al menos, decidiera ella. Escogió uno joven, con poca experiencia; barato. Le habló muy superficialmente de su infancia, escogió ciertos sueños y pocas experiencias personales. El joven psicólogo era, como esperaba, de la escuela post-freudiana tardía o, simplemente, un chico con pocas luces que se quedó en lo cautivador del psicoanálisis, cumpliendo así su papel de mantener disfuncionalidades en un reputado y hermético punto muerto. Después dejó de acudir a la consulta. Mantuvo durante dos meses la parafernalia, de forma que asemejara un período verosímil de mejoría. Finalmente se decidió a decírselo: ya le había ocurrido antes. Sólo dos llegaron a intentarlo y desistieron. Los demás los hacía llegar al orgasmo antes de ofrecerles la oportunidad. Con él es con quien más lo intentó. Quería seguir haciéndolo, pero no estaba segura de si llegarían a lograr algo. Le pedía que, de igual forma que ella se estaba sacrificando por los dos, esperaba que él fuera capaz de continuar, aunque no consiguieran vencer el problema. El silencio de él la hizo caer en otro de sus largos monólogos.

Nunca lo había contado antes, pero sentía que era el único recurso válido en ese momento. Le recordó sus deseos de ir a París alguna vez, y cómo sus padres la dejaron con su abuelo para que la cuidara, con la sorpresa para todos que aceptase. Ella sabía por qué lo hizo. Su abuelo nunca se había mostrado cercano a ella; eso a pesar de que su madre siempre decía que fue un padre cariñoso. Esos días que estuvo con él se hizo evidente que se mantuvo alejado por miedo. En ese momento en que nadie de la familia, nadie en general, cuando ella estaba abandonada en la soledad de ese anciano, no tuvo miedo. Su abuelo estuvo más cariñoso que nunca, y ella no estaba segura de cómo responder. Su madre evitaba los mimos prolijos, previendo lo doloroso de cuando ella muriera y que su hija no los recibiera más. Su padre siempre fue alguien cohibido y frío; aunque amaba a su hija, nunca se vio capaz ni de cogerla en brazos. Ahora su abuelo, en cambio, le daba todas las carantoñas, caricias y mimos que ella nunca había conocido. Ella respondía con torpeza, pero la agradable sensación de esa cercanía no le dejaba rechazarlas. Pero había veces en que sentía que esos arrumacos cambiaban de matiz, y le resultaban más agresivos. No comprendía tampoco que a veces su abuelo le acariciara la entrepierna, o incluso la apretara; no pensaba que fuera un lugar normal donde la gente diese caricias. Otras veces sólo era capaz de recordar un dolor muy intenso en el mismo sitio por el que orinaba, pero era mucho más molesto porque era más en el interior, y no podía apretarlo para aliviarlo, como hacía con algunos pequeños moratones ovalados de sus brazos. Recuerda que muchas veces, antes de recuperar la consciencia con esa sensación, su abuelo le decía que iban a jugar al austrohúngaro.

Él no fue capaz de responder nada tras la confesión de ella. Siguieron en un silencio tácito, más profundo que nunca. Ella se asustó cuando vio que la mirada de él comenzaba a entristecerse, a aflojarse, a cerrarse. Él miró a otro lado; se distinguió la nuez bajar y subir lentamente hasta quedarse temblando. Ella se cubrió la cara con las manos y todo su pelo se deslizó como una cortina.

Siguieron durante meses con sus habituales conversaciones; dejaron de intentar la penetración. Él prefirió abandonar tras la confesión de ella. Un sentimiento de culpabilidad y violencia insoportable le venía cuando creía que podrían intentarlo, y nunca llegaba a hacerlo. Pero después de unos meses, una pulsión lenta y progresiva le comenzó a acechar. Necesitaba que se arreglase el problema de su vagina. No podía dejar que su relación se mantuviese acorralada por algo así. Creía que ella nunca llegaría a tener una verdadera tranquilidad; que siempre tendría una contención a soportar. Ella apartó cualquier pensamiento de su mente en torno al problema, pero notaba el cambio en la mirada de él durante los últimos meses. Se alivió cuando le anunció que durante el puente de la Constitución irían a un viaje a París. Él podía permitírselo perfectamente, pero ella lo vio como un detalle enorme, increíble, además de repentino, pues con escasas semanas de antelación se lo avisó. Por la huelga de controladores casi peligró su viaje. Él podría haber comprado otro en cualquier otro momento, pero por suerte no tuvo que hacerlo pues salieron justo antes, gracias a ese día extra que el aprovechó. Podría haber aguantado unas semanas más, pero realmente quería comprobar ya si tendría efecto ese choque emocional en ella. Acaso si viajaban a París, si ella recuperaba el recuerdo que le correspondía de esos días traumáticos cuando tenía 10 años. Acaso así uno sustituía al otro. Acaso así cesaría el problema que el sentía que bloqueaba todo su hipotético futuro.

Y se hacen la foto en el Arco del Triunfo, tras recorrer los adornados Campos Elíseos. Han estado paseando por todo el centro monumental y turístico de París, prácticamente desde Bastilla hasta donde están ahora, y con un frío y ligera capa de nieve que les ha dejado casi agotados. Dan la vuelta y recorren el camino andado hasta que se deciden a volver al hotel, asumiendo su cansancio. Curiosamente, cuando están en la habitación, ella, después de estar mirando durante unos minutos a través de la ventana empañada hacia las anaranjadas luces de las fachadas y buhardillas en los techos grisáceos de París, comienza a hablar y moverse con un entusiasmo infantil por toda la habitación. Vuelve a mirar por la ventana y limpia con el puño de su jersey otro poco del cristal. Va al baño y se prueba diferentes peinados y vuelve a recorrer la habitación y vuelve a mirar por la ventana y se prueba ropa que compraron antes. Él la observa con sorpresa e intenta que se le contagie algo de esa energía. Ella se encarga de eso cuando se le acerca y lo agarra de un brazo para obligarlo a bailar al ritmo de una canción que suena en la televisión, sintonizada al canal de radio de France Culture. El programa de Hors-champs acaba y deja paso al de Les Passagers de la nuit; cuando comienza una extraña creación sonora que únicamente se apoya en momentáneos ruidos sobre un silencio ambiental de una calle vacía, ella apaga la luz y los lanza sobre la cama.

Esta vez no tiene que tranquilizarla. Ella toma toda la iniciativa. Ya desnudos, cuando todavía están mezclando sus cuerpos en total sintonía, ella intenta precipitarse hacia una felación. Él le detiene. En un movimiento circular de armonía cómplice, la coloca debajo de él. Aún crea intriga mientras le hace sentir todo su peso sobre su pecho, su vientre y su ingle, y la amansa con distendidos y profundos besos. Siente que es el momento, y ella deja que le abra las piernas, y que toque su sexo sin rechazo. Húmedo, dilatado y tembloroso de emoción. Poco a poco él introduce su pene totalmente tenso y desesperado. Los 3 centímetros, y luego todo sigue abriéndose en una ovación de bienvenida calurosa y ceñida. El cuerpo alrededor se deshace y queda en trozos que reaccionan con arañazos al agarrarse con ceguera pasional. El interior es un espacio que transmite toda la excitación hasta noquearlo, y él deja todo un rebufo animal empezar con embestidas que rozan todo el techo y colapsan la entrada. Deja sin aire la forma que responde con arcos y elasticidades límite. Sigue aplastando con triunfo la superficie carnosa que se enrojece y dilata mientras la frecuencia de su estructura comienza con ondulaciones cada vez más intensas. Y él sabe que lo ha logrado, que cubrió el terreno que poseía con toda su presencia, que la debilidad instantánea es el descanso de un triunfo convulsivo.

Se despierta entre los gritos desgarrados de ella en la noche. Pegando patadas, golpes, arañazos sobre las sábanas revueltas de la cama, ella está en un ataque nervioso subconsciente que, cuando él intenta pararlo esquivando los zarandeos, sólo empeora cuando ella se despierta. Gritos y sollozos venidos de una garganta vuelta a la infancia, ella se aparta aterrorizada y cae con tal fuerza al suelo que él cree que se ha roto la cadera. Se sigue arrastrando hasta una de las esquinas de la habitación, abrazándose y apartándose de su propio cuerpo, mientras intenta articular palabras entre sus espasmos y lágrimas. Él enciende la luz y ve como las sábanas están húmedas del sudor frío de sus pesadillas, y también de rastros y charcos acumulados de sangre. Ella, en la esquina, tiene las mejillas irritadas y la nariz hinchada y mocosa; los ojos están moviéndose nerviosos bajo los párpados y los cubre la despeinada y grasa melena negra. Sus piernas están tiznadas de sangre y marcadas por huellas y arañazos histéricos. Él se acerca torpe, lento y vacilante a esa esquina donde se oculta. Intenta abrazarla, ella le aparta sin verlo, con reflejos alterados y fuerza nerviosa. Él lo intenta de nuevo, forzando la postura, abrazándola con más fuerza, bloqueando sus espasmos y haciendo esforzadas caricias. Comienza a hablar como las otras veces. Ella parece relajarse por un instante. Le devuelve el abrazo todavía entre agitaciones. Comienza a apretarle, clavándole las uñas. Con su garganta quebrada, entre retazos de sollozos, comienza a decirle por qué no vio cómo ella lloraba antes, cómo no respondía a sus embestidas y se movían con la inercia entre las sábanas hasta que ella estaba con su cabeza aplastada contra la pared, cómo sus piernas estaban muertas del esfuerzo de impulsarse lejos de su pene, cómo casi rompe su espalda y su cadera de las contorsiones que hacía para separarlo de ella, cómo sentía todo el miembro abrir su vagina en un impulso violento, cómo sintió lo flácido y raquítico de ese pene cuando después de eyacular y dejar todo el semen reprimido deslizarse entre los dos órganos él se quedó dormido encima de ella, sin dejarla respirar bien y sin poder apartarlo por estar agotada de los esfuerzos desesperados anteriores.

La huelga de controladores si los afectará en el vuelo de vuelta cuando la compañía se vio obligada a cambiar el horario de algunos vuelos y él, abrumado en controlar la crisis nerviosa de ella, no podrá comprobarlo. De hecho, ni siquiera podría coger el vuelo inicial, pues se encontrará atrapado en las reprimendas continuas dirigidas a nadie, y especialmente a él, de ella, arrinconada todavía en esa esquina. Pagará durante 4 días más la habitación del hotel, y en ese tiempo estará únicamente volcado en vigilar y tranquilizar el estado alterado de ella. Comprará una cantidad de medicamentos excesivamente previsora y basada en dosis contundentes de Trankimazin. La llevará al aeropuerto cuando ella se encuentre en uno de sus despertares atontados y tranquilos. La llevará a su piso y tras un día completo de silencio mutuo, ella dormirá completamente tranquila. Se despertará e irá a desayunar a la cocina, sentada en uno de los taburetes negros. Con una de las tazas granate con café Nespresso entre sus manos, sonreirá ampliamente cuando él se despierte del sofá y la vea tan relajada en esa posición cotidiana. Desayunarán juntos esa mañana, en silencio y mirándose en un amor amnésico. Esa misma noche ella volverá a despertarse entre temblores, pesadillas y lloros. Él la tranquilizará con un cuidado cada vez más perfeccionado, y después le tendrá que llevar algún medicamento que la amanse por completo. Ella, por el día, le seguirá hablando de todo lo que se le ocurra, mientras él le seguirá respondiendo con pequeñas frases y miradas lineales. Por la noche, ella volverá a despertarse, y él tendrá que tranquilizarla de nuevo. Ella encontrará un trabajo de profesora de francés en un instituto concertado cristiano, él heredará la empresa de su padre. Seguirán hablando y conviviendo entre silencios. En ellos, ella ocultará y controlará sus depresiones y ansiedades cada vez más profundas; él procurará que no se oigan los ecos de las mujeres con que se acuesta en cenas de empresa. Una de esas noches ella caerá en un ataque de angustia tan profundo que comenzará a culpar de todo a él y se convencerá de su infidelidad. La mañana siguiente él la sacará de la bañera, con toda la piel arrugada y envejecida por las tensiones diarias, y ella se despertará y olvidará sus acusaciones infundadas por su ánimo inestable. Él la seguirá cuidando tras todos esos ataques depresivos y, al acabar y continuar el resto de su vida diaria fuera del piso, a veces sentirá que de un único y momentáneo capricho ha acabado separado en una sombra esquiva de su padre y en una encarnación forzada del idílico guardián de ella. Y ella, en ese mismo momento, sabrá que en la confianza en una mirada llegó al mismo abismo del que había huido, y que ahora ella sólo tiene que intentar mantenerse estable en un mismo punto de la caída.

Tras algunos años, ella comprenderá que todo ha consistido en la supervivencia por arreglar y justificar un error fruto de esos impulsos que ella creía haber ocultado. Una extensión forzada de un retazo de felicidad por autoestima. Él, también, sabrá que ha intentado conducir todo a una comodidad inocente que cubra la vergonzosa raíz de inicio. Un muro que tape lo deteriorado de una esperanza irracional. Ambos comprenderán que son una pareja que alcanzó una felicidad, y que una inercia silenciosa les impulsa hasta su origen. Y verán que están en la espiral estable e infinita, que gira su punta sobre la foto que se hicieron con el Arco del Triunfo de París al fondo, cuando los Campos Elíseos estaban iluminados con la decoración navideña, y en la que ella sale con la nariz grande.


Esta historia ha sido escrita a partir de la imagen que presenta el relato.

Ellos realmente estaban haciéndose una foto con el móvil con el Arco del Triunfo de París a sus espaldas. No sé la historia que están creando ellos. Esta es la que yo he visto en la foto. Ellos verán otra en la foto del iPhone 4 que él sujeta en la mano.

Aún así, el primer párrafo sería el mismo.

El último, probablemente, también.

jueves, 2 de diciembre de 2010

Silla, Camilla, Semilla

Había llegado el momento en el que esa puerta tras la cual decenas de niños comenzaban su primer día de colegio había cerrado. Abandonar a su único hijo en manos de unas jóvenes que, a pesar de ser tan atractivas, no eran más que unas desconocidas, había mantenido ocupada su mente durante toda la noche anterior, lo que la había obligado a menospreciar, una vez más, la propuesta lúdico-sexual que su marido deseaba poner en práctica y que tenía en su vagina, aquella aterciopelada y apenas desvirgada frontera del placer, su destino final.

Mientras esa serie de jugosos pensamientos bombardeaban una mente plagada de iconos y fragancias propias del Dioniso más acusado de necesidades escatológicas, sus piernas, tersas y curvilíneas prolongaciones cuyo punto de inicio era un encorvado pubis, le habían llevado a su nueva cita. El lugar, un hospital. El motivo, su quinto mes de gestación.


Claudio era el jefe de ginecólogos del hospital. A pesar de su apariencia un tanto harapienta,un tanto austrohúngara, con aquella barba en la que se entremezclaban pestañas, legañas y demás fragmentos de vello propios de la zona en cuestión, sus dientes carcomidos por el uso abusivo del alcohol y del tabaco, y aquella voz desgastada en cientos de peleas y declaraciones disuasorias ante el cuerpo de la Policía, era aquella la persona en la que esa mujer, inseminada de forma brutal a la vez que deseada y esperada, confiaba a la hora de seguir su segundo embarazo.

Una vez más se encontraba en aquella fría silla de cuero en la que un misterioso agujero en forma de elipse hacía reverberar el sexo entre aquellas cuatro paredes. El sexo estaba presente en la forma más primigenia y básica posible, la reproducción, pero ella estaba ahí para agregar una nueva categoría: la necesidad.

Mientras Claudio separaba las piernas de esa mujer que había acudido allí dejando sus órganos sexuales sexuales al descubierto e incitando a su inspección y posible disfrute, ella comenzaba a saborear lo que sólo unos minutos más tarde quedaría derramado sobre su cara humillándola pero, a su vez, proporcionándola un bienestar de dimensiones supraterrenales.

Al fin había logrado desabrochar aquel botón, aquel signo que, para Claudio, significaba el paso del juramiento hipocrático al pecado dionisíaco, transportándolo así hacia un goce que ninguna otra mujer encinta jamás le había proporcionado.


El feto que Inma llevaba en su interior era ajeno a la profanación que de su hábitat se estaba realizando en una fría consulta hospitalaria. Su madre, presa de un estado próximo a la catarsis, saboreaba dos grandes óvalos corpóreos que servían de antesala del instrumento de placer y castigo más vigoroso que ella jamás había degustado y que, en aquel momento, era primordial en su mundo y aquello por lo que ella, consumida por un brío de agresividad derivado del deseo de monopolizar aquella sensación de cual sólo ella era merecedora, estaba dispuesta a poner en juego su matrimonio y la vida de su bebé.

domingo, 21 de noviembre de 2010

4 movimientos de un discurso seminal. (III & IV)





Le molesta en los ojos una mata de pelo encrespada y de un feo rizo de estropajo. Y está sucia, asquerosamente sucia. Con restos pegados y frescos de un vómito indescriptible, y cuyo olor obliga ahora a despertarse a Carles. En su frente está apoyada, con una postura imposible, una chica demacrada. Ha debido de intentar vomitar fuera de la cama, pero se quedó a medio camino y lanzó el espeso chorro por encima de Carles, y dejó caer la cabeza justo en su frente, con no poca inercia. El dolor del golpe se le junta con la predecible resaca monumental. Aparta como puede a la chica y comprueba el disperso recorrido del vómito. Su axila sólo se ha manchado un poco, y sus pelos, abundantemente sudados como su todo su cuerpo, tienen una mezcla de líquido desagradable, pero justo a su lado está el primer y condensado charco. Distingue trozos mal digeridos de un kebab: la lechuga ahora hilada, la piel de la rodaja de tomate, algún bolo de miga y la carne, con unas formas horrendas. Carles sufre el olor. El matiz anaranjado de toda esa sopa gástrica deriva de un zumo de naranja a base de concentrado del Carrefour Discount y, peor, de un vodka innombrable que quedó de una desesperada compra en el Lidl. Carles se aparta del todo a la chica y se levanta precipitado, con las arcadas presionando en su garganta. Al hacerlo ha hundido la cama ligeramente y el charco le ha llegado al cuerpo. Se da cuenta al levantarse, a la vez que pisa el resto del recorrido del vómito. Maldice mientras comprueba cómo entre los dedos se le está metiendo toda la mezcla, y cómo todo su velludo pubis se ha llenado de tropezones mientras que de su pene gotea el digerido y escocedor cubata. Con una creciente furia unida a la mal llevada resaca, se da la vuelta, casi sintiendo cómo se separa su cerebro de la nuca y la habitación privada del genérico Urbany Hostel da un giro al mismo tiempo para acabar centrada en la misma posición y punto de vista de Carles. Él procura mantener el equilibrio, y entre los vaivenes de su mareada mirada empieza a distinguir a la chica de la cama. Ha acabado en una posición incómoda: con las piernas y caderas ladeadas, y el torso y cabeza boca arriba, con los brazos abiertos y manos medio apoyadas en los ojos como si intentaran parar la luz. Un contraste entre ese ligero encanto infantil de la niña durmiendo inconsciente y las piernas con el sudor destacando la rugosa piel, con agresivas marcas rosadas en ese tono excesivamente blanquecino, casi enfermizo; un contraste marcado por un nudo rotundo de carne estriada y rebosante que pregona la despreocupación dietética de la chica. No es una gordura mórbida, pero sí ligeramente fuera incluso del canon de belleza renacentista y, sobre todo, con accidentada distribución. Los pechos son contundentes, pero su forma y caída los dejan en meras bolsas de arena anti-stress, lejos de toda atracción sexual más allá del gusto por la ubre. No tapan la barriga, que, curiosamente, sólo tiene una ligera y graciosa curva saludable, punteada por un ombligo con extraña forma de lágrima. Es en las caderas donde comienza la discordancia, con una curva mal empezada casi en el ombligo y que nunca acaba, que pasa por unos muslos simplemente bastos y mal depilados y acaba en unas rodillas bajísimas, que poco espacio dejan a la espinilla, acabada en un tobillo gordo que no deja ver los rechonchos pies rosados de bebé. Carles sigue todo ese recorrido como ayuda para estabilizar su furiosa y descontrolada respiración. Más calmado, y al no poder ver desde su posición inalterable gracias al mareo lo que debería ser un orondo trasero, sube la vista hacia la cara, no sin cierto miedo. Los brazos gordos, más que los suyos, dejan caer unas pequeñas y redondas manos que tapan con infantilidad la relajada cara de la chica. Sus rasgos, con todo, son ligeramente armónicos, y aún en toda su rotundidad, componen un encantador rostro; pero que nunca llegaría a ser objeto de una fantasía sexual oculta de ese mismo chaval que en el colegio la hizo dudar de su posibilidad de atractivo hasta dejarla del todo pasiva en su voluntad estética. Tal cosa era evidente al ver su pelo mal cuidado; encrespado, de rizo caótico que acaba por convertirse en maraña áspera, y que le quita toda la intensidad al color rojizo que ahora cubre los ojos y manos. Carles, ya estable y empezando a tener una sensación de recuerdo, se acerca con cierto asco a la húmeda y mugrienta cama. Pasa con cuidado por encima de las piernas de la chica, rozando sin querer con su pene todo el camino hasta las caderas, limpiándolo, pero en total e irremediable flacidez. Aparta los pelos y, con cuidado, aparta las manos de la cara. Los ojos achinados y sugestivos tienen toda la sombra de ojos corrida y le dan un aspecto entristecedor. Distingue entonces lo que sospechaba: unas pecas, pequeñas y en una cantidad sorprendentemente linda y equilibrada, rodean la respingona nariz, con un sutil puente que se desliza melancólicamente hacia las pellizcables mejillas. Unos hoyuelos señalan la boca de parsimonioso respirar, que seca los ya agrietados y esforzados labios, consecuentemente protuberantes. Carles recuerda ya. Evidentemente británica de barrio dormitorio y aburrido ambiente, la pecosa y representativa chica la conoció ayer mismo en el desfasado concierto de Crystal Castles; grupo que ella escuchaba en su Reino Unido natal mientras se masturbaba, pues la progresión entre melancolía sintética y espíritu rave de los discos iban en sincronía con sus parsimoniosos y culpables comienzos y sus ruidosos y contorsionados gemidos finales, que tapaba con el excesivo volumen que sus padres nunca llegaron a remediar ni sospechar su motivo. Su promiscuidad nunca correspondida eclosionó a un punto grotesco en su viaje Erasmus, y Carles se encontró con ella precisamente en el momento en que su cerebro hizo una asociación de libido absolutamente incontrolable. Sólo el público que les rodeaba se dio cuenta del tornado erógeno y vergonzoso en el que se vio envuelto Carles por falta de consciencia etílica. Es ahora cuando se yergue arrepentido y toda la vergüenza le golpea directamente. Se queda un tiempo en silencio, abatido, con la cara tapada con las manos, pretendiendo que se deshaga todo. Resopla, asimilando lo poco de lo que es capaz, aparta las manos y se queda mirando hacia un punto muerto, cabizbajo. Enfoca entonces las marcas que la chica tiene cerca de la ingle, rosadas, de una mano que apretó con fuerza. Carles, vacilante, coloca la mano con cuidado sobre esa huella, pero ella no se despierta. Carles aprieta ligeramente, y un poco más. Es cuando viene un recuerdo más intenso, más carnal, y comprende que, aún ebrio, hubo voluntad finalmente. Aprieta más y siente el calor con que esas enormes caderas acogen a todo lo que se adentra ahí. Mira entonces en el sucio vello del pubis, igual de descuidado, húmedo, pero que deja ver lo que buscaba. Los labios son igual acordes a la complexión. Rollizos, pero turgentes, tersos, nuevos, húmedos. Acerca la mano y ve cómo, sin que ella se despierte, a pesar de ello, su sexo, con voluntad propia, comienza a emanar más calor. Limpia con una esquina de la sábana su vello y el suyo propio, y todo resto que todavía quedase. Vuelve a colocar la mano con más presión, y con la otra intenta abarcar uno de los enormes muslos. Carles rebufa como expulsando el calor que está recogiendo, aprieta aún más la mano. La chica responde con un leve espasmo somnoliento. Carles se reclina sobre ella y empieza a apretar obsesivamente una de esas rechonchas ubres, casi en trance, mientras comienza a respirar rítmicamente. Su pene alcanza definitivamente la erección. Pero más de lo que se esperaba Carles, que siente la sangre casi al punto de que le estallen las venas y el glande reviente. Mete más la mano y pega todo su cuerpo al de la chica, que sigue sin despertarse. Siente todo el calor inconfesable y abre con sus piernas las de la chica, haciendo desplazarse todas las sábanas; Carles apura a hacer una barricada que mantenga limpio su lugar de la cama. Tras ese pequeño paréntesis, vuelve a volcarse completamente en ella, remetiéndose del todo entre sus piernas y pegándose y agarrándose a toda rolliza porción de cuerpo que sus manos puedan apretar. La chica sigue sin despertarse y Carles, ignorando el aliento, se acerca a su boca para comenzar, más que a besarla, morder con cuidado sus sueltos labios. Aguanta todavía sin penetrarla, pero vuelve sin remedio una de las manos hacia su sexo. Empieza a perder sus dedos entre los extensos y protectores labios, que casi parecen amurallar el clítoris, y desliza las yemas entre la húmeda entrada de su vagina. No se contiene a meterlos, y se sorprende por cómo se dilata rápidamente, reclamando total atención. Carles sigue el mandato y empieza a meter más dedos, que mueve como una araña juguetona alrededor del dichoso punto. Levanta la mirada y ella sigue dormida, pero su boca da minúsculos espasmos, respondiendo inconscientemente al obsesivo esfuerzo de Carles. Él para y agarra su pene, que le duele de la contenida erección que mantenía guarecida entre su ingle y uno de los inabarcables muslos de ella. Coloca a los dos con total cuidado y se decide finalmente a penetrar. Lentamente, y abrazando con su cuerpo la fuente de calor que es la chica, atraviesa las dilatadas paredes, que se contraen, amables y volcadas. Es tal la temperatura de la vagina de esa chica, que Carles comienza a sudar y jadear, a la vez que intenta aguantar lo más posible la erección; aunque ella esté dormida, no quiere que sea un mero vibrador, sabe que en realidad está sintiendo todo. Comienza el movimiento, dejándose mecer entre lo rollizo de la chica, perdiendo su consciencia en una sensación de ingravidez opresiva, apasionada, continua, blanda, húmeda, calurosa… Para un momento, pues siente el cosquilleo en el glande. Suelta su cuerpo encima de ella, descansando un momento y levanta la mirada a su cara dormida, que tiene ahora una sonrisa inconsciente; vuelve a perderse en sus ahora húmedos labios, gruesos. Se separa de ella y, con ciertas dudas, se va hacia la cabecera de la cama. Con el pene en molesta erección, húmedo y goteante de la vagina, se acerca a la infantil cara de la británica, le aparta con más cuidado su cabellera y, vacilante, acerca su rojo y pulsante glande hacia los labios de ella. Desde la base, Carles controla la dirección de su miembro con una mano, mientras con la otra ajusta el rostro de la chica y su mandíbula, con un cariñoso movimiento. Recorre con la punta del pene los labios que, inertes, son una suave textura abombada. Carles se ayuda con pequeñas oscilaciones de su mano, a la vez que intenta llegar más profundo en la boca de la chica. Empuja la lengua y no responde, pero su rugosidad da un cargado placer. Carles se iba alejar un momento para recolocarse cuando, justo en ese momento, la lengua se levanta en un arrebato y le aplasta contra el paladar; curva la superficie de forma que cubre todo el glande. Carles no abarca todavía las sensaciones cuando la lengua le empuja fuera y los labios, con una fuerza inhumana, le succionan justo la punta del pene, en un vacío implosivo, y lo enganchan para seguir con un vaivén y baile sobre toda su sensible superficie. Los espasmos inintencionados de Carles son controlados por los labios, que agarran con toda su fuerza el glande y le succiona entero otra vez, para después volver a resituarlo justo en la punta; este movimiento lo hace atravesar un mar de calor y texturas húmedas suspendido en un vacío contrastado por la presión conque después los labios y la lengua recorren todo su glande. Carles consigue abrir difícilmente los ojos en su éxtasis, y entre mínimas lágrimas consigue ver la cara de la chica, que justo en ese momento abre los ojos también, previendo lo que va a ocurrir. Los rasgos chinescos dan aún más carácter a unos ojos de verde esmeralda tan intenso que Carles pierde el control definitivamente. Ella sonríe y muerde dolorosamente justo en ese momento, en el que la madre de Carles entra ruidosamente por la puerta de la habitación y él se ve obligado a devolver su atención.



Carles cruza las piernas en una pose ridículamente femenina para que no se le note la erección a través del pijama corto y excesivamente suelto que lleva puesto esa mañana. No ha sido la mejor decisión, porque se está haciendo una presión más inconveniente y placentera de lo que esperaba. Carles baja la mirada rápidamente hacia el cartón de cereales Cheerios del Día, que tiene la absurda promoción de un sorteo de baratijas, consolas y, lo más extraño, un viaje en crucero por el norte de Europa. Mira entonces a su bol de cereales prácticamente entero y los charcos de leche por todo alrededor. Su cuaderno de notas tiene unas cuantas chorradas escritas sobre las chicas nórdicas y un balneario turístico. Pero una mancha de leche ha corrido la mayoría de cosas; tampoco le da mucha importancia, pues la mayoría de veces que ha apuntado o garabateado ideas a esas horas de la mañana no han dado buenos frutos. «¿Qué miras con tanta atención? », le pregunta la madre de Carles. Ha entrado en la cocina con no mucha discreción y se está atando la bata de horrendo rosa; lleva el pelo despeinado y aún se intuyen rastros de sudor. Entra entonces el novio de su madre, con una ridícula bata de terciopelo azul que siempre tiene un goteado acartonamiento en la parte de la entrepierna. Carles siempre ha despreciado a ese hombre; un centro-europeo de acento mixto del que nunca ha sabido su nacionalidad, pero su cara vasta e incoherente, de rasgos tan afilados como puntualmente abultados, evoca a esos atractivos de fealdad antigua, de tiempos del imperio austro-húngaro. Suponía Carles que sería por la personalidad que su madre acabó con ese esperpento. Porque su madre, aún joven (él era hijo único de madre soltera de la descontrolada transición), mantenía no ya atractivo, sino auténtica belleza: el cuerpo conservaba toda su juventud y pocas taras se le podían poner; combinaba una complexión delgada y caucásica con los tonos cobrizos y azabaches de su piel y melena, que le daban un salero y seducción latinos contrastados con los ojos verde-grisáceo totalmente desconcertantes. No son pocas las bromas que Carles ha aguantado de sus amigos, y más con la frecuencia conque cambiaba pareja su madre. Aunque este último austro-húngaro ha sido la más estable, para pesar de Carles, pues se trata de un hombre profundamente estúpido y campechano, de sangre más allá de filistea, músculos de gym-way-of-life y actitud de colega casanova; pero claro, qué majo y no hace daño. Una fórmula definitiva a la que Carles le encontraba cada vez más componentes de odio y que se caracterizaba por ser la antítesis de la de su madre. Pensó también en el decir popular de que polos opuestos se atraen, o que su madre lo veía más como un funcional perro de compañía. La respuesta la halló definitivamente cada mañana, cuando el jodido austro-húngaro entra en la cocina con la bata demasiado holgada, sudor mal secado y un miembro en reposo pero de sangre reciente que bambolea por todo la horrenda tela de terciopelo. Efectivamente, el austro-húngaro la tenía grande; muy grande. Monumentalmente grande. Masiva. Y eso lo comprobaba Carles en esas mañanas, aún en reposo. Pero más lo confirmaba por las noches de la semana en que no salía, 5 de 7, con suerte. Su madre era generalmente discreta, silenciosa. Hasta que llegó el tipo ese. Aunque ella intentaba controlar los gemidos, si Carles no se conseguía haber dormido antes, en esa casa estaban, entonces, todos, en toda su polisemia, jodidos. Normalmente podía pasar el mal rato con unos cascos AKG 81 que cerraban casi toda la oreja y no se enteraba de nada. Pero había noches en que aún así, resultaba imposible ignorar los, ya, alaridos de su madre. Las podía, por suerte, prever. Su madre en esos casos pasaba numerosos minutos después de cenar en el baño, con una profusión de uso de la cisterna. Y, también, la mañana siguiente, nunca se sentaba en la silla de la cocina, desayunaba su café bien cargado apoyada en la encimera. En esos casos, Carles ya empezaba a bajarse porno en HD justo después de cenar, la conexión de ONO le obligó a dejar el P2P, y ahora recurría a la descarga directa, con cuenta Premium en Megaupload (el foro que visitaba priorizaba esos links). Últimamente le está dando bastante al porno japonés, pues ha descubierto que los gemidillos agudos de las japonesas, que siempre le han puesto de los nervios, son bastante bien sustituidos por los gemidos guturales y palabrotas castizas de su madre. Y logró pajas francamente buenas. Llegó a considerar la posibilidad de guardar toda corrida obtenida así en una botella gran reserva que le regalaría al austro-húngaro cuando su madre lo dejase de una vez. Pero dejó la idea cuando asumió que ese monstruo de pene ejerce un campo gravitatorio propio del que el coño y libido de su madre no van a escapar nunca ya. Eso y que era sinceramente anti-higiénico. Tampoco le falta tanto para irse de casa, pues aún estudiando en su ciudad, Carles ha comenzado a buscar piso con compañeros de la universidad. Su madre está evidentemente orgullosísima, pues así su hijo le ha dado sorprendentes muestras de independencia e iniciativa. Carles no sabe si agradecer la molesta ignorancia de su madre, pero no ve el día de confesarle que se trata todo de una cuestión más complicada y vergonzante. Los futuros compañeros de piso quizás no sean la mejor opción: no es que tengan motivos para fama ligona, pero su capacidad para con las golfillas fáciles, tanto en detectarlas como abordarlas victoriosamente, era realmente meritoria. «Quizás aprenda algo», pensaba Carles, «Pero siempre mejor que conocer tanto del ano de mi madre». «Ey, tú, despierta, ¿qué miras? », le vuelve a decir su madre, pues Carles hizo caso omiso a su primer saludo. Él sale todavía anda con la cabeza entre las caóticas digresiones e imágenes, «Eh… no, no… Esta tontería de sorteo de los cereales. Que entre todos los juguetes para críos y mierdas, van y meten un crucero balneario. No sé yo muy bien qué tipo de consumidores creen que tienen.» «¿Sorteo en cereales Día?, que loco está el mundo. Un crucero balneario dices… eso suena bien, déjame ver. » La madre de Carles se acerca a la mesa, él se remete un poco para que no haya posibilidad de que le note la erección; al hacerlo sin querer, se retira el prepucio en una gustosa y mal medida sensación, mientras sigue presionando demasiado con sus piernas. Su madre se reclina sobre la mesa para mirar la caja; se ha atado mal la bata y se le ha abierto, pero ella no se da cuenta. Carles hacia tiempo que no veía las tetas de su madre y ahora comprueba que siguen con una turgencia y colocación admirable, y los pezones morenos y tan contorneados, todavía duros; parecen no haber pasado la maternidad. Sus ojos le juegan una mala pasada y baja la mirada más de lo que esperaba. Su madre tiene el pubis totalmente depilado, hasta un punto sorprendente, pues admira ahora Carles la textura porosa, como de piel de naranja, y con ese tono precisamente, pues todavía está caliente y húmedo, y los labios ligeramente dilatados; los menores surgen como pequeños pétalos entre los apretados mayores, pero no parecen haber pasado por un parto; Carles ve, por último, cómo de entre ellos se forma una pequeña condensación de líquidos, primero es la propia humedad de su madre, pero un matiz blanco le hace ver que también se está deslizando semen del otro. Se forma una gota espesa, que se va estirando desde el coño de su madre, hasta separarse y caer silenciosamente en el suelo. Carles se recoloca, tosiendo, perturbado por lo que acaba de ver; pero al hacerlo se presiona demasiado la polla y le viene la molesta sensación. Se corre irremediablemente y, al llevar el pijama corto, parte de la corrida cae esparramada por el suelo de la cocina. Por suerte el austro-húngaro estaba de espaldas y no ha visto nada; ya es suficiente molestia el tener que limpiarse ahora todo el vello pegajoso de las piernas y encima salir de ahí sin que ninguno de ellos vea toda la mancha reveladora del pijama. Carraspea mal disimuladamente y se levanta como puede, sin que se note su incomodidad viscosa. «Bueno, yo me voy a duchar ya. » «Pero si te has dejado todo el desayuno, Carles», le contesta su madre, ignorando todo. «Pero es que no tengo hambre, que estuve picoteando por la noche. », le contesta Carles mientras se escabulle con un movimiento ridículo que no les permita ver nada del estropicio. Sale apurado de la cocina y, mientras se dirige al baño, le asusta un grito terrorífico de su madre. Corre de vuelta, no cree lo que ve. El austro-húngaro está con la cabeza abierta en el suelo. Siempre va descalzo por casa, se ha resbalado con la corrida de Carles, se ha caído hacia atrás, justo para clavarse la esquina de cristal de la mesa donde estaba desayunando él. Al golpearla también ha tirado todo, el bol de cereales se ha desparramado por todas partes y salpicado por completo a su madre. La sangre del austro-húngaro se mezcla con la leche y parte de la corrida de Carles; empieza a convertirse a un antinatural rosa. De la manta de terciopelo azul comienza a surgir el enorme pene, en un épico rigor-mortis. Su madre llora, llora y grita hasta romperse la garganta. Carles no sabe por qué. Atónito. Sólo consigue murmullar:

«Un final tan pésimo como asquerosamente simbólico.»