lunes, 8 de noviembre de 2010

LA PRIMERA VEZ DE LA REINA

PARTE II. GATILLAZO REAL

El Rey lleva un rato largo vestido y preparado, dando vueltas en sus aposentos, esperando a oír las once campanadas de la Catedral de Palacio. Se ha puesto el traje lujoso de campaña, los guantes de seda, el sombrero de ala ancha con el plumón azul de oca, los botines de terciopelo, el grueso cinturón de cuero, anudado en la parte derecha el cordón de oro del que cuelga el sofisticado florete de plata. Se ha colocado, además, la capa azul de felpa, que arrastra de arriba abajo, con un leve y mecedor crujir. Mientras se mira por enésima vez en el espejo con la boca colgante en una expresión bobalicona, suenan las primeras campanadas. Se pone nervioso, como si no se acordase de adonde va. Recae, entonces, en lo excitado que está, y se palpa la entrepierna, con un gesto de afirmación. Abre la puerta y se interna por el oscuro pasillo, únicamente iluminado por la luz de la luna de invierno.

Esa misma noche, el monje Fray Paulo, que acaba de llegar hace unas pocas horas a la Corte española, sale con el objetivo de patrullar los pasillos. Lleva consigo una enorme cruz de plata y un cirio como única iluminación. Sus superiores, los altos mandamases de la Santa Inquisición, le han informado sobre la prohibición de que el Rey se vea a solas con la Reina. Como sustituto del anterior confesor Fray Antonio y nuevo cortesano, fray Paulo no discute las órdenes, pero no le hace ninguna gracia los conservadurismos de la corona española. Acostumbrado al progresista Reino de Portugal y a la Iglesia brasileña, Paulo detesta tener que hacer de guardián del Rey, y sobre todo para impedir que haga válido el sagrado matrimonio. Pues solo hay una forma de hacerlo, según sus postulados.

El corazón del Rey comienza a latir desbocado cuando dobla la última esquina antes de llegar a los aposentos de la Reina. Justo entonces, una sombra crece por el pasillo de enfrente. Es fray Paulo, el nuevo confesor, que viene a interponerse entre la Reina y Él.

-Señor, debemos ser cautos- le pide el fraile.-Esta no es una corte pecaminosa.

-Quiero ver a la Reina- grita con un pequeño gallo el Rey. –Aparta de mi camino.

-Señor, insisto- vocifera aún más fray Paulo, mostrando la cruz de plata, que resplandece ante el monarca que ya da muestras de terror.

El Rey se asusta. Le han metido el miedo en el cuerpo confesores, inquisidores, sacerdotes, monjas, maestros, obispos, priores y demás gente de vocación. Ahora, una cruz enorme y tosca de plata se interpone a sus deseos más carnales, y solo el pavor supersiticioso viene a socorrerle. Piensa en que si no lleva a cabo de manera satisfactoria el acto matrimonial, Dios no le obsequiará con la gracia de un heredero. O eso, al menos, le han contado todos los hombres y mujeres religiosos que le ocurrirá si realiza el coito solo por el mero placer. Sin dejar esa mueca pasmódica que le hace torcer la boca, el Rey da media vuelta y desaparece ante la piadosa mirada de fray Paulo. A pesar de ser un hombre santo, Paulo tiene 23 años, y conoce demasiado bien cuáles son los sacrificios que hay que hacer para evitar la tentación de la carne.

Justo cuando el monarca dobla la esquina airado, la puerta de los aposentos de la Reina se abre. En el umbral, una visión divina se aparece ante el joven confesor. La Reina, desnuda, únicamente ataviada con unas medias rojas, una máscara argentina de gato siamés y un carmín eléctrico, echa un vistazo al pasillo, con mirada expectante. Solo encuentra a Paulo, cuyas mirada se encuentra con la suya y el fuego les asalta a los dos. Paulo aparta rápidamente la mirada, pero la Reina lo mira insistentemente.

-Fray Paulo, ¿qué estáis haciendo aquí a estas horas?- pregunta con picardía la Reina.

-Nada, nada, mi buena señora.

-No habréis visto al Rey, ¿verdad?

-No, señora.

Sus miradas se vuelven a encontrar y el fuego vuelve a surgir. El joven fraile no puede evitar observar el bello, estilizado y perfecto cuerpo de la Reina. No puede evitar valorar positivamente su piel nívea, sus pechos encarnados, su vientre y hombros con la tez de una hogaza de pan, sus labios resaltados por el color, su mirada penetrante a través de los orificios de la máscara. No puede dejar de observar su sexo delicado, sugerente, prohibido. Y no puede evitar que la erección eleve sus mantones por encima de las rodillas.

La Reina le sonríe y sin decir nada, le toma por la mano cálida y lo introduce en los aposentos, cerrando la puerta tras de sí.

Con un buen saber hacer, la Reina desata el tosco cordón ocre que mantiene unidos los hábitos de fray Paulo. Estos caen al suelo, y muestran el extraordinario cuerpo musculado del joven portugués. Los pectorales cubriendo el pecho que sube y baja por la agitada respiración, los pezones negros que son el broche perfecto a la masa de carne, los abdominales bien marcados en la parrilla morena, que invitan a terminar el recorrido en un pene carnoso, erecto ya ante la ardiente mirada de la monarca. El prepucio sonrosado se pone morado ante la inyección de sangre, que late por las venas del miembro. Los testículos, cubiertos de una melena rizada, son de enorme tamaño y se enrojecen ante la tensión de los músculos. La Reina no duda en recorrer ese cuerpo broncino con sus manos, sin dejarse un recoveco olvidado. Aprieta los músculos tersos, jugueteando, hasta llegar con sus blancas manos al miembro portugués.

A pesar de que este es el segundo pene que ve tras el primero austrohúngaro, el instinto le guía a actuar profesionalmente. Se escupe cautamente pero de forma abundante la palma de la mano, y se la extiende por la otra. Agarra el pene de Paulo, cuya respiración se hace más precipitada. La Reina mueve rítmicamente las muñecas de arriba abajo, parándose de vez en cuando para acariciar el prepucio y los testículos con mucha ternura. Paulo comienza a gemir y deja caer al suelo el cirio, que se apaga, y la cruz de plata. El pene está a punto de estallar de tan hinchado que está. Casi la Reina no puede cerrar del todo la mano. El fraile tiene los ojos en blanco y comienza a gemir más alto. El movimiento de la Reina se hace más rápido, obsesivo, cadente, violento, animal…

El líquido blanco salpica en un estertor el rostro inmaculado de la Reina, llenando su boca, la máscara, sus mejillas sonrosadas por el ejercicio. Poco a poco y muy lentamente debido a su densidad, el líquido cae de su barbilla a sus pechos, dibujando las curvas apropiadas. Paulo no puede creer lo que ha ocurrido. Se pone el hábito rápidamente, mientras la Reina se tumba en el suelo, abriendo mucho las piernas, ayudándose de dos dedos para separar los labios de su vagina. Un fluido cristalino empieza a impregnar sus muslos. La Reina mira asombrada a Paulo, que sale por la puerta.









-Por favor…- implora la Reina, con unos ojos apremiantes, ansiosos y tristes.

El fraile se va sin mirar atrás. Taciturnamente, la Reina comienza a consolarse ella sola, mientras llama a gritos a Colette.

Esa noche, fray Paulo tiene unas pesadillas horribles. Sueña con figuras demoníacas y astrales, que lo atormentan y lo torturan. Impiden que descanse del todo. Decide, a la mañana, tras recordar las horribles imágenes oníricas, reunirse con el prior y con el Gran Inquisidor. No cuenta, por supuesto, su encuentro con la Reina, pero sí sus visiones. Concluyen los hombres sabios que, tanta abstinencia abocará al Rey a buscar una alternativa fuera de la alcoba de la Reina. Para evitar el escarnio y una posible catástrofe que acabara con la corona española, deciden que ya es buena hora de que el Rey y la Reina consuman el matrimonio. Pero para que no sea algo impuro, deciden convertirlo en una ceremonia pública, en la que estará presente al menos una figura eclesiástico como testigo de la sagrada unión nupcial.

El encuentro se proyecta para las cinco del día siguiente, en una celda de un pequeño monasterio a las afueras de la capital. El Rey y la Reina irán de incógnito y se encontrarán con el padre Froilán, que oficiará el acto antes de la unión de los dos amantes. Tras la misa y la comunión, el Rey se deshace de las humildes ropas que trae de forma rauda y veloz. Muestra así su raquítico cuerpo, con sus arratonados músculos, su tez amarillenta e insana. Su miembro, aunque delgado, es alargado y de correctas proporciones, pero sus testículos son deformes. Solo hay uno dentro de la bolsa. La Reina lo mira asustada, y sabe que es el peor pene que ha visto. No consigue excitarse, y menos con el padre Froilán supervisándolo todo. Se desnuda y queda a merced del Rey, que la mira sin tomar la decisión a acercarse. Se queda mirándola como pasmado.

-No te has puesto las medias rojas que te di- exclama bobaliconamente el Rey.

Su erección desaparece completamente y la Reina se llena de estupor. Ambos se visten y ella recae en un aspecto en el que no se había percatado: esas medias en las que tan obsesivamente insiste el monarca, son iguales a las medias que lleva la madre del joven en los cuadros del pintor de cámara. Es decir, el Rey quiere que lleve las medias de su madre, en un acto un tanto perverso por no decir incestuoso. La Reina no quiere perder la virginidad con las medias rojas de su suegra. Así que, pacientemente, sospecha que su primera vez aún tardará en llegar.



FIN

2 comentarios:

  1. Para todos los que lo hayan leído, debo confesar que este relato tiene una libre inspiración en "Crónica del Rey Pasmado", de Gonzalo Torrente Ballester, y su posterior adaptación cinematográfica "El Rey pasmado" de Imanol Uribe, ambas de gran interés, por lo que os las recomiendo.

    Mi adpatación es libre por el género en el que se inscribe.

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  2. Gracias por traer hasta este lupanar literario esta temática.
    La ficción creo que brilla por su ausencia pues, sinceramente, creo que el celibato es la primera fase de la promiscuidad.

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