domingo, 21 de noviembre de 2010

4 movimientos de un discurso seminal. (III & IV)





Le molesta en los ojos una mata de pelo encrespada y de un feo rizo de estropajo. Y está sucia, asquerosamente sucia. Con restos pegados y frescos de un vómito indescriptible, y cuyo olor obliga ahora a despertarse a Carles. En su frente está apoyada, con una postura imposible, una chica demacrada. Ha debido de intentar vomitar fuera de la cama, pero se quedó a medio camino y lanzó el espeso chorro por encima de Carles, y dejó caer la cabeza justo en su frente, con no poca inercia. El dolor del golpe se le junta con la predecible resaca monumental. Aparta como puede a la chica y comprueba el disperso recorrido del vómito. Su axila sólo se ha manchado un poco, y sus pelos, abundantemente sudados como su todo su cuerpo, tienen una mezcla de líquido desagradable, pero justo a su lado está el primer y condensado charco. Distingue trozos mal digeridos de un kebab: la lechuga ahora hilada, la piel de la rodaja de tomate, algún bolo de miga y la carne, con unas formas horrendas. Carles sufre el olor. El matiz anaranjado de toda esa sopa gástrica deriva de un zumo de naranja a base de concentrado del Carrefour Discount y, peor, de un vodka innombrable que quedó de una desesperada compra en el Lidl. Carles se aparta del todo a la chica y se levanta precipitado, con las arcadas presionando en su garganta. Al hacerlo ha hundido la cama ligeramente y el charco le ha llegado al cuerpo. Se da cuenta al levantarse, a la vez que pisa el resto del recorrido del vómito. Maldice mientras comprueba cómo entre los dedos se le está metiendo toda la mezcla, y cómo todo su velludo pubis se ha llenado de tropezones mientras que de su pene gotea el digerido y escocedor cubata. Con una creciente furia unida a la mal llevada resaca, se da la vuelta, casi sintiendo cómo se separa su cerebro de la nuca y la habitación privada del genérico Urbany Hostel da un giro al mismo tiempo para acabar centrada en la misma posición y punto de vista de Carles. Él procura mantener el equilibrio, y entre los vaivenes de su mareada mirada empieza a distinguir a la chica de la cama. Ha acabado en una posición incómoda: con las piernas y caderas ladeadas, y el torso y cabeza boca arriba, con los brazos abiertos y manos medio apoyadas en los ojos como si intentaran parar la luz. Un contraste entre ese ligero encanto infantil de la niña durmiendo inconsciente y las piernas con el sudor destacando la rugosa piel, con agresivas marcas rosadas en ese tono excesivamente blanquecino, casi enfermizo; un contraste marcado por un nudo rotundo de carne estriada y rebosante que pregona la despreocupación dietética de la chica. No es una gordura mórbida, pero sí ligeramente fuera incluso del canon de belleza renacentista y, sobre todo, con accidentada distribución. Los pechos son contundentes, pero su forma y caída los dejan en meras bolsas de arena anti-stress, lejos de toda atracción sexual más allá del gusto por la ubre. No tapan la barriga, que, curiosamente, sólo tiene una ligera y graciosa curva saludable, punteada por un ombligo con extraña forma de lágrima. Es en las caderas donde comienza la discordancia, con una curva mal empezada casi en el ombligo y que nunca acaba, que pasa por unos muslos simplemente bastos y mal depilados y acaba en unas rodillas bajísimas, que poco espacio dejan a la espinilla, acabada en un tobillo gordo que no deja ver los rechonchos pies rosados de bebé. Carles sigue todo ese recorrido como ayuda para estabilizar su furiosa y descontrolada respiración. Más calmado, y al no poder ver desde su posición inalterable gracias al mareo lo que debería ser un orondo trasero, sube la vista hacia la cara, no sin cierto miedo. Los brazos gordos, más que los suyos, dejan caer unas pequeñas y redondas manos que tapan con infantilidad la relajada cara de la chica. Sus rasgos, con todo, son ligeramente armónicos, y aún en toda su rotundidad, componen un encantador rostro; pero que nunca llegaría a ser objeto de una fantasía sexual oculta de ese mismo chaval que en el colegio la hizo dudar de su posibilidad de atractivo hasta dejarla del todo pasiva en su voluntad estética. Tal cosa era evidente al ver su pelo mal cuidado; encrespado, de rizo caótico que acaba por convertirse en maraña áspera, y que le quita toda la intensidad al color rojizo que ahora cubre los ojos y manos. Carles, ya estable y empezando a tener una sensación de recuerdo, se acerca con cierto asco a la húmeda y mugrienta cama. Pasa con cuidado por encima de las piernas de la chica, rozando sin querer con su pene todo el camino hasta las caderas, limpiándolo, pero en total e irremediable flacidez. Aparta los pelos y, con cuidado, aparta las manos de la cara. Los ojos achinados y sugestivos tienen toda la sombra de ojos corrida y le dan un aspecto entristecedor. Distingue entonces lo que sospechaba: unas pecas, pequeñas y en una cantidad sorprendentemente linda y equilibrada, rodean la respingona nariz, con un sutil puente que se desliza melancólicamente hacia las pellizcables mejillas. Unos hoyuelos señalan la boca de parsimonioso respirar, que seca los ya agrietados y esforzados labios, consecuentemente protuberantes. Carles recuerda ya. Evidentemente británica de barrio dormitorio y aburrido ambiente, la pecosa y representativa chica la conoció ayer mismo en el desfasado concierto de Crystal Castles; grupo que ella escuchaba en su Reino Unido natal mientras se masturbaba, pues la progresión entre melancolía sintética y espíritu rave de los discos iban en sincronía con sus parsimoniosos y culpables comienzos y sus ruidosos y contorsionados gemidos finales, que tapaba con el excesivo volumen que sus padres nunca llegaron a remediar ni sospechar su motivo. Su promiscuidad nunca correspondida eclosionó a un punto grotesco en su viaje Erasmus, y Carles se encontró con ella precisamente en el momento en que su cerebro hizo una asociación de libido absolutamente incontrolable. Sólo el público que les rodeaba se dio cuenta del tornado erógeno y vergonzoso en el que se vio envuelto Carles por falta de consciencia etílica. Es ahora cuando se yergue arrepentido y toda la vergüenza le golpea directamente. Se queda un tiempo en silencio, abatido, con la cara tapada con las manos, pretendiendo que se deshaga todo. Resopla, asimilando lo poco de lo que es capaz, aparta las manos y se queda mirando hacia un punto muerto, cabizbajo. Enfoca entonces las marcas que la chica tiene cerca de la ingle, rosadas, de una mano que apretó con fuerza. Carles, vacilante, coloca la mano con cuidado sobre esa huella, pero ella no se despierta. Carles aprieta ligeramente, y un poco más. Es cuando viene un recuerdo más intenso, más carnal, y comprende que, aún ebrio, hubo voluntad finalmente. Aprieta más y siente el calor con que esas enormes caderas acogen a todo lo que se adentra ahí. Mira entonces en el sucio vello del pubis, igual de descuidado, húmedo, pero que deja ver lo que buscaba. Los labios son igual acordes a la complexión. Rollizos, pero turgentes, tersos, nuevos, húmedos. Acerca la mano y ve cómo, sin que ella se despierte, a pesar de ello, su sexo, con voluntad propia, comienza a emanar más calor. Limpia con una esquina de la sábana su vello y el suyo propio, y todo resto que todavía quedase. Vuelve a colocar la mano con más presión, y con la otra intenta abarcar uno de los enormes muslos. Carles rebufa como expulsando el calor que está recogiendo, aprieta aún más la mano. La chica responde con un leve espasmo somnoliento. Carles se reclina sobre ella y empieza a apretar obsesivamente una de esas rechonchas ubres, casi en trance, mientras comienza a respirar rítmicamente. Su pene alcanza definitivamente la erección. Pero más de lo que se esperaba Carles, que siente la sangre casi al punto de que le estallen las venas y el glande reviente. Mete más la mano y pega todo su cuerpo al de la chica, que sigue sin despertarse. Siente todo el calor inconfesable y abre con sus piernas las de la chica, haciendo desplazarse todas las sábanas; Carles apura a hacer una barricada que mantenga limpio su lugar de la cama. Tras ese pequeño paréntesis, vuelve a volcarse completamente en ella, remetiéndose del todo entre sus piernas y pegándose y agarrándose a toda rolliza porción de cuerpo que sus manos puedan apretar. La chica sigue sin despertarse y Carles, ignorando el aliento, se acerca a su boca para comenzar, más que a besarla, morder con cuidado sus sueltos labios. Aguanta todavía sin penetrarla, pero vuelve sin remedio una de las manos hacia su sexo. Empieza a perder sus dedos entre los extensos y protectores labios, que casi parecen amurallar el clítoris, y desliza las yemas entre la húmeda entrada de su vagina. No se contiene a meterlos, y se sorprende por cómo se dilata rápidamente, reclamando total atención. Carles sigue el mandato y empieza a meter más dedos, que mueve como una araña juguetona alrededor del dichoso punto. Levanta la mirada y ella sigue dormida, pero su boca da minúsculos espasmos, respondiendo inconscientemente al obsesivo esfuerzo de Carles. Él para y agarra su pene, que le duele de la contenida erección que mantenía guarecida entre su ingle y uno de los inabarcables muslos de ella. Coloca a los dos con total cuidado y se decide finalmente a penetrar. Lentamente, y abrazando con su cuerpo la fuente de calor que es la chica, atraviesa las dilatadas paredes, que se contraen, amables y volcadas. Es tal la temperatura de la vagina de esa chica, que Carles comienza a sudar y jadear, a la vez que intenta aguantar lo más posible la erección; aunque ella esté dormida, no quiere que sea un mero vibrador, sabe que en realidad está sintiendo todo. Comienza el movimiento, dejándose mecer entre lo rollizo de la chica, perdiendo su consciencia en una sensación de ingravidez opresiva, apasionada, continua, blanda, húmeda, calurosa… Para un momento, pues siente el cosquilleo en el glande. Suelta su cuerpo encima de ella, descansando un momento y levanta la mirada a su cara dormida, que tiene ahora una sonrisa inconsciente; vuelve a perderse en sus ahora húmedos labios, gruesos. Se separa de ella y, con ciertas dudas, se va hacia la cabecera de la cama. Con el pene en molesta erección, húmedo y goteante de la vagina, se acerca a la infantil cara de la británica, le aparta con más cuidado su cabellera y, vacilante, acerca su rojo y pulsante glande hacia los labios de ella. Desde la base, Carles controla la dirección de su miembro con una mano, mientras con la otra ajusta el rostro de la chica y su mandíbula, con un cariñoso movimiento. Recorre con la punta del pene los labios que, inertes, son una suave textura abombada. Carles se ayuda con pequeñas oscilaciones de su mano, a la vez que intenta llegar más profundo en la boca de la chica. Empuja la lengua y no responde, pero su rugosidad da un cargado placer. Carles se iba alejar un momento para recolocarse cuando, justo en ese momento, la lengua se levanta en un arrebato y le aplasta contra el paladar; curva la superficie de forma que cubre todo el glande. Carles no abarca todavía las sensaciones cuando la lengua le empuja fuera y los labios, con una fuerza inhumana, le succionan justo la punta del pene, en un vacío implosivo, y lo enganchan para seguir con un vaivén y baile sobre toda su sensible superficie. Los espasmos inintencionados de Carles son controlados por los labios, que agarran con toda su fuerza el glande y le succiona entero otra vez, para después volver a resituarlo justo en la punta; este movimiento lo hace atravesar un mar de calor y texturas húmedas suspendido en un vacío contrastado por la presión conque después los labios y la lengua recorren todo su glande. Carles consigue abrir difícilmente los ojos en su éxtasis, y entre mínimas lágrimas consigue ver la cara de la chica, que justo en ese momento abre los ojos también, previendo lo que va a ocurrir. Los rasgos chinescos dan aún más carácter a unos ojos de verde esmeralda tan intenso que Carles pierde el control definitivamente. Ella sonríe y muerde dolorosamente justo en ese momento, en el que la madre de Carles entra ruidosamente por la puerta de la habitación y él se ve obligado a devolver su atención.



Carles cruza las piernas en una pose ridículamente femenina para que no se le note la erección a través del pijama corto y excesivamente suelto que lleva puesto esa mañana. No ha sido la mejor decisión, porque se está haciendo una presión más inconveniente y placentera de lo que esperaba. Carles baja la mirada rápidamente hacia el cartón de cereales Cheerios del Día, que tiene la absurda promoción de un sorteo de baratijas, consolas y, lo más extraño, un viaje en crucero por el norte de Europa. Mira entonces a su bol de cereales prácticamente entero y los charcos de leche por todo alrededor. Su cuaderno de notas tiene unas cuantas chorradas escritas sobre las chicas nórdicas y un balneario turístico. Pero una mancha de leche ha corrido la mayoría de cosas; tampoco le da mucha importancia, pues la mayoría de veces que ha apuntado o garabateado ideas a esas horas de la mañana no han dado buenos frutos. «¿Qué miras con tanta atención? », le pregunta la madre de Carles. Ha entrado en la cocina con no mucha discreción y se está atando la bata de horrendo rosa; lleva el pelo despeinado y aún se intuyen rastros de sudor. Entra entonces el novio de su madre, con una ridícula bata de terciopelo azul que siempre tiene un goteado acartonamiento en la parte de la entrepierna. Carles siempre ha despreciado a ese hombre; un centro-europeo de acento mixto del que nunca ha sabido su nacionalidad, pero su cara vasta e incoherente, de rasgos tan afilados como puntualmente abultados, evoca a esos atractivos de fealdad antigua, de tiempos del imperio austro-húngaro. Suponía Carles que sería por la personalidad que su madre acabó con ese esperpento. Porque su madre, aún joven (él era hijo único de madre soltera de la descontrolada transición), mantenía no ya atractivo, sino auténtica belleza: el cuerpo conservaba toda su juventud y pocas taras se le podían poner; combinaba una complexión delgada y caucásica con los tonos cobrizos y azabaches de su piel y melena, que le daban un salero y seducción latinos contrastados con los ojos verde-grisáceo totalmente desconcertantes. No son pocas las bromas que Carles ha aguantado de sus amigos, y más con la frecuencia conque cambiaba pareja su madre. Aunque este último austro-húngaro ha sido la más estable, para pesar de Carles, pues se trata de un hombre profundamente estúpido y campechano, de sangre más allá de filistea, músculos de gym-way-of-life y actitud de colega casanova; pero claro, qué majo y no hace daño. Una fórmula definitiva a la que Carles le encontraba cada vez más componentes de odio y que se caracterizaba por ser la antítesis de la de su madre. Pensó también en el decir popular de que polos opuestos se atraen, o que su madre lo veía más como un funcional perro de compañía. La respuesta la halló definitivamente cada mañana, cuando el jodido austro-húngaro entra en la cocina con la bata demasiado holgada, sudor mal secado y un miembro en reposo pero de sangre reciente que bambolea por todo la horrenda tela de terciopelo. Efectivamente, el austro-húngaro la tenía grande; muy grande. Monumentalmente grande. Masiva. Y eso lo comprobaba Carles en esas mañanas, aún en reposo. Pero más lo confirmaba por las noches de la semana en que no salía, 5 de 7, con suerte. Su madre era generalmente discreta, silenciosa. Hasta que llegó el tipo ese. Aunque ella intentaba controlar los gemidos, si Carles no se conseguía haber dormido antes, en esa casa estaban, entonces, todos, en toda su polisemia, jodidos. Normalmente podía pasar el mal rato con unos cascos AKG 81 que cerraban casi toda la oreja y no se enteraba de nada. Pero había noches en que aún así, resultaba imposible ignorar los, ya, alaridos de su madre. Las podía, por suerte, prever. Su madre en esos casos pasaba numerosos minutos después de cenar en el baño, con una profusión de uso de la cisterna. Y, también, la mañana siguiente, nunca se sentaba en la silla de la cocina, desayunaba su café bien cargado apoyada en la encimera. En esos casos, Carles ya empezaba a bajarse porno en HD justo después de cenar, la conexión de ONO le obligó a dejar el P2P, y ahora recurría a la descarga directa, con cuenta Premium en Megaupload (el foro que visitaba priorizaba esos links). Últimamente le está dando bastante al porno japonés, pues ha descubierto que los gemidillos agudos de las japonesas, que siempre le han puesto de los nervios, son bastante bien sustituidos por los gemidos guturales y palabrotas castizas de su madre. Y logró pajas francamente buenas. Llegó a considerar la posibilidad de guardar toda corrida obtenida así en una botella gran reserva que le regalaría al austro-húngaro cuando su madre lo dejase de una vez. Pero dejó la idea cuando asumió que ese monstruo de pene ejerce un campo gravitatorio propio del que el coño y libido de su madre no van a escapar nunca ya. Eso y que era sinceramente anti-higiénico. Tampoco le falta tanto para irse de casa, pues aún estudiando en su ciudad, Carles ha comenzado a buscar piso con compañeros de la universidad. Su madre está evidentemente orgullosísima, pues así su hijo le ha dado sorprendentes muestras de independencia e iniciativa. Carles no sabe si agradecer la molesta ignorancia de su madre, pero no ve el día de confesarle que se trata todo de una cuestión más complicada y vergonzante. Los futuros compañeros de piso quizás no sean la mejor opción: no es que tengan motivos para fama ligona, pero su capacidad para con las golfillas fáciles, tanto en detectarlas como abordarlas victoriosamente, era realmente meritoria. «Quizás aprenda algo», pensaba Carles, «Pero siempre mejor que conocer tanto del ano de mi madre». «Ey, tú, despierta, ¿qué miras? », le vuelve a decir su madre, pues Carles hizo caso omiso a su primer saludo. Él sale todavía anda con la cabeza entre las caóticas digresiones e imágenes, «Eh… no, no… Esta tontería de sorteo de los cereales. Que entre todos los juguetes para críos y mierdas, van y meten un crucero balneario. No sé yo muy bien qué tipo de consumidores creen que tienen.» «¿Sorteo en cereales Día?, que loco está el mundo. Un crucero balneario dices… eso suena bien, déjame ver. » La madre de Carles se acerca a la mesa, él se remete un poco para que no haya posibilidad de que le note la erección; al hacerlo sin querer, se retira el prepucio en una gustosa y mal medida sensación, mientras sigue presionando demasiado con sus piernas. Su madre se reclina sobre la mesa para mirar la caja; se ha atado mal la bata y se le ha abierto, pero ella no se da cuenta. Carles hacia tiempo que no veía las tetas de su madre y ahora comprueba que siguen con una turgencia y colocación admirable, y los pezones morenos y tan contorneados, todavía duros; parecen no haber pasado la maternidad. Sus ojos le juegan una mala pasada y baja la mirada más de lo que esperaba. Su madre tiene el pubis totalmente depilado, hasta un punto sorprendente, pues admira ahora Carles la textura porosa, como de piel de naranja, y con ese tono precisamente, pues todavía está caliente y húmedo, y los labios ligeramente dilatados; los menores surgen como pequeños pétalos entre los apretados mayores, pero no parecen haber pasado por un parto; Carles ve, por último, cómo de entre ellos se forma una pequeña condensación de líquidos, primero es la propia humedad de su madre, pero un matiz blanco le hace ver que también se está deslizando semen del otro. Se forma una gota espesa, que se va estirando desde el coño de su madre, hasta separarse y caer silenciosamente en el suelo. Carles se recoloca, tosiendo, perturbado por lo que acaba de ver; pero al hacerlo se presiona demasiado la polla y le viene la molesta sensación. Se corre irremediablemente y, al llevar el pijama corto, parte de la corrida cae esparramada por el suelo de la cocina. Por suerte el austro-húngaro estaba de espaldas y no ha visto nada; ya es suficiente molestia el tener que limpiarse ahora todo el vello pegajoso de las piernas y encima salir de ahí sin que ninguno de ellos vea toda la mancha reveladora del pijama. Carraspea mal disimuladamente y se levanta como puede, sin que se note su incomodidad viscosa. «Bueno, yo me voy a duchar ya. » «Pero si te has dejado todo el desayuno, Carles», le contesta su madre, ignorando todo. «Pero es que no tengo hambre, que estuve picoteando por la noche. », le contesta Carles mientras se escabulle con un movimiento ridículo que no les permita ver nada del estropicio. Sale apurado de la cocina y, mientras se dirige al baño, le asusta un grito terrorífico de su madre. Corre de vuelta, no cree lo que ve. El austro-húngaro está con la cabeza abierta en el suelo. Siempre va descalzo por casa, se ha resbalado con la corrida de Carles, se ha caído hacia atrás, justo para clavarse la esquina de cristal de la mesa donde estaba desayunando él. Al golpearla también ha tirado todo, el bol de cereales se ha desparramado por todas partes y salpicado por completo a su madre. La sangre del austro-húngaro se mezcla con la leche y parte de la corrida de Carles; empieza a convertirse a un antinatural rosa. De la manta de terciopelo azul comienza a surgir el enorme pene, en un épico rigor-mortis. Su madre llora, llora y grita hasta romperse la garganta. Carles no sabe por qué. Atónito. Sólo consigue murmullar:

«Un final tan pésimo como asquerosamente simbólico.»

martes, 16 de noviembre de 2010

LOS SUEÑOS LÚCIDOS DE SAFO (II)

Segundo viaje astral

Siente los párpados muy pesados, la respiración le muerde el pecho. El perfume del bosque se introduce extasiándola, siendo el último estímulo que recibe. Safo vuelve a perder la consciencia. Todo se difumina y la oscuridad de la noche se hace más impenetrable. Se eleva entre las estrellas, atravesando océanos y porciones gigantes de tierra, a una velocidad que nunca pudo imaginar. Ve mil puestas de sol, millones de amaneceres. Fluye a través de la lluvia y el tiempo. No siente nada físico, todo es un juego prismático de luces. No sabe adónde se dirige, pero algo la atrae allá, en el horizonte.

Algo tira de ella, de su esencia, y atraviesa unos gruesos muros amarillos, para introducirse en una habitación precaria. Hay una mesa de carcomida madera con unos papeles ocres, un tintero del que se extiende un amplio charco de tinta azabache y una pluma morada. Un lecho duro con roídas y deshechas mantas ocupa gran parte de la estancia. Un cuadro de una mujer santa (o eso intuye) y una cruz es todo lo que cubren las paredes blancas, que se ven iluminadas por un pequeño ventanuco por donde entra una luz del color de la miel. No solo entra la luz y el frío estepario de la mañana, sino los repiques crueles de una campana, así como los débiles cantos de un coro. Una mujer con ropajes de esparto está de rodillas con la mirada pegada al techo, con las manos muy juntas. Su rostro es muy bello, aunque esté deformado en una mueca de placer casi doloroso. Un hábito tosco, de una sola pieza, cubre todo su cuerpo impide adivinar sus formas, y además parece rozarle y dañar su delicada piel. El espíritu de Safo se impregna del misterio que supone esta mujer y siente un magnetismo arcano adictivo. Lo que más la impresiona es su expresión: parece que está sintiendo un placer intenso. Un nombre sopla en su oído: Teresa de Cepeda y Ahumada. Es todo lo que oye antes de que su cuerpo penetre el de Teresa, tomando su corporalidad.

Se da cuenta de que, efectivamente, esos mantos austeros no le traen más que tormento y malestar a su tez. Además, se le pegan a las largas heridas abiertas en su espalda. El dolor le invade con un resplandor blanco. También un instrumento con púas le aprieta el muslo dejando que la púrpura sangre brote. El cilicio le desgarra el muslo derecho. Pasa del placer a la desesperación más absoluta. Safo nunca ha sentido el dolor allá lejos, en Lesbos. Con lentitud, se desabrocha el horrible instrumento que cae al suelo con grotesco ruido. Un mudo grito le descompone el rostro. Ahora, su espalda en carne viva la está deshaciendo. Grita y maldice, dando tumbos, volcando la mesa, el retrato de la mujer. Sale desesperada al pasillo antes de perder la consciencia de nuevo.

Cuando se despierta, una pequeña bruma invade el ambiente. Es una habitación también blanca, pero distinta. Esta vez, son los azulejos húmedos los que le confieren a la sala ese aspecto profiláctico. Está en una pequeña tinaja llena de agua caliente de la que se desprende un vapor erótico. Siente el leve escozor en sus heridas. Unas manos tímidas pero eficientes la están lavando.

-Madre Teresa, no debe hacer esto. Se está castigando demasiado. Mire cómo tiene el cuerpo.

Safo sonríe y dirige su mirada a la dueña de la voz de seda. Es una joven enfermera que la está lavando y curando con algodón puro y yodo. Su pelo pajizo brilla ante la distorsión del aire húmedo de la sala de baños. Ante su divino rostro que le devuelve la sonrisa, Safo tiene un leve recuerdo de las experiencias del cuerpo antes de que llegase ella. Sufría y sentía a la vez placer ante el dolor. El cuerpo en el que está ahora es el de una santa, una mujer que ha sacrificado los placeres terrenales para acercarse más a algo místico e inasible. Hasta cierto punto, Safo valora este modo de vida, pero para es detestable si para ello tienes que renunciar a la carne. Saborea la breve incertidumbre del cuerpo virgen que ha dedicado toda la vida a la contemplación y a la poesía. Siente, por un momento efímero, la grandeza de la mujer en la que ahora se encuentra. Pero por poco tiempo.

Se levanta débilmente, dejando que mil hilillos de agua se desprendan y vayan a morir al fondo de la tinaja. Mira lascivamente a su joven enfermera. Tiene que hacer algo para olvidar toda esta contradicción. Debe hacer algo para despertar a Santa Teresa de su letargo místico.

La lengua de Safo, de Teresa, pilla desprevenidos los labios de la joven enfermera, que se abren en una rúbrica lubricante. Sus lenguas se juntan desesperadamente, y la mandíbula no les deja espacio suficiente para tanto azogue. El leve entrechocar de dientes conforma junto a los murmullos exacerbados una sinfonía que las va acercando poco a poco una a la otra. Safo controla la mano encallada de escribir y desnuda el cuerpo de la enfermera, sin despgar sus labios. Sus pezones se rozan en un abrazo masivo, poniéndose duros, estirándose la piel más allá de sus límites erógenos. Sus piernas se entrecruzan, abriéndose en simetría perfecta, buscando la vagina de la otra, juntando sus clítoris y sus labios húmedos. La fricción eleva más vapores calientes, que hacen que sus cuerpos rosados tiemblen y griten de placer. Safo debe llegar al orgasmo, pues tanta contradicción célibe la iba a destrozar.









Se muerden el clítoris la una a la otra, separándose los labios vaginales con ternura pero con premura. Se lamen, haciendo vacío con la oquedad de su boca, soltando un sonido gracioso. La densa saliva corre por sus barbillas, por sus ingles, mezclándose con el fluído cristalino que segrega su sexo. Cuando las dos están listas para el descenso final, separan sus rostros sin dejar de mirarse, y comienzan el movimiento pélvico que las hará correrse. Se mojan la una a la otra, de ombligo para arriba, con un grito casi animal.

Cuando han acabado, se abrazan y entrecruzan sus dedos, descansando su cabeza la una en el hombro de la otra. Safo siente satisfacción, pero por poco tiempo, pues todo vuelve a desaparecer en un carnaval desenfocado, empujando su espíritu de nuevo hacia las estrellas, de nuevo hacia Lesbos.

Despierta y se da cuenta de que está frotando su entrepierna contra la corteza áspera de un árbol. Ha sentido mucho placer con este último sueño, pero su vagina sigue un tanto dolorida por la tarde que le han hecho pasar sus discípulas. Decide calmar su libido y sentarse a descansar, entre la mata de pelo de una de sus alumnas. No tarda en sorprenderla el sopor, con el correspondiente desvelo de su alma inquieta.

[CONTINUARÁ]