jueves, 11 de noviembre de 2010

LOS SUEÑOS LÚCIDOS DE SAFO (I)

Primer viaje astral

Safo, la sabia escritora de la isla de Lesbos, se encuentra rodeada de la calima de la noche, aún excitada, con un pequeño escozor en su vagina que le hace agudizar el resto de sentidos y ser más consciente de todo cuanto la rodea. Observa a sus discípulas, desnudas, con los rayos lunares acariciando sus cristalinas pieles, enclaustradas en su liviano sueño, exhaustas tras una tarde de sexo e iniciación en la poesía sincrética. Esas veinte jóvenes, aún adolescentes, con sus amplios pechos y sus turgentes muslos, la han hecho gozar como nunca. Ellas son lo único que tiene en esta vida.

A pesar de ser una mujer de mediana edad, Safo no está cansada. En aquel claro del bosque donde se reúnen desde hace años, entre las ruinas marmóreas de una antigua ciudad, Safo instruye a sus discípulas en el amor verdadero, el amor no destinado a la procreación, el amor único al intelecto. Formadas, en apariencias, para el sagrado matrimonio, sus mentes se abren por los vapores que emite las grietas de la tierra, efluvios, éteres, almizcles combinados con el olor fresco de los árboles, del aroma de las jóvenes y de sus cuerpos sudorosos. Safo, satisfecha, camina silenciosamente, arrastrando su túnica blanca entre las allí reunidas. Alguna se agita, haciendo que sus miembros vibren, los pechos girando en perfecta simetría, las rodillas elevándose graciosamente para dejar ver el pubis con un ligero sonido viscoso, llegando incluso a gemir, en la inconsciencia desatada. Safo ríe, pues piensa que aún en el descanso, las iniciadas son lascivas. Parece que no han tenido suficientes ejercicios.

Despierta, más consciente de lo que ha estado nunca en su vida, con los vapores hirviéndole los pulmones y expandiéndose por su cerebro, Safo se sienta al fin en unas piedras penetradas por una hiedra y se relaja, entrando en el jardín de la duermevela.

Se sumerge así en el libre albedrío de su inconsciente, donde su control lógico y matemático nada puede hacer. Un abismo se abre ante ella, y la oscuridad la agarra con violencia, transportándola muy lejos de allí, de sus discípulas, de su isla, de su ser. Hay una luz en el horizonte, una leve bruma provocada por algún incendio. Llega a Alejandría, la capital del rico Egipto, pero no es la misma. Todo está en llamas, y un ejército extranjero penetra en la ciudad, a sangre y hierro. Los esclavos negros son ensartados por masas de soldados que siguen una forma única, una crueldad típica del saber hacer del Imperio Austrohúngaro; carne y metal marchando a un mismo son: la barbarie progresista del imperio. A vista de pájaro, su espíritu atraviesa la línea defensiva del palacio real y se introduce por uno de los ventanales.

Y allí está, de pie, en un escenario muy parecido al que abandonó en la lejana Lesbos. Todas las sirvientas de la reina se encuentran muertas, junto a los eunucos, pues se han clavado sus dagas envenenadas o se han abierto las venas. Huele a sangre y a incienso de loto. Safo ahora tiene corporalidad, concretamente unos miembros fuertes, hercúleos, bárbaros y potentes. Sus abdominales están tan marcados que tienen su propia sombra. Su melena y su barba la pican, pero nada es comparable con la desesperación que recuerda haber sentido al ver toda la corte muerta ante la invasión de los suyos. Todo eso lo olvida, ante la novedad del cuerpo masculino y se acerca a un espejo. Se ve a sí misma, el cuerpo semidesnudo del hombre y siente una erección. Un nombre le llega con vetusto eco: “Marco Antonio”. Se quita el pequeño calzón y recorre sus broncíneos pectorales, su vientre rugoso y sudoroso. Se acaricia los testículos y el ano, rodeándolo con el pulgar, haciendo palanca. Siente la presión sanguínea en el glande. Moja sus manos en un bol con aceite y comienza a masturbarse. Muy lejos de Alejandría, en Lesbos, Safo también se masturba, semi-despierta. El pene se agita tan fuerte entre sus musculosos dedos que siente un placer que la traspasa. Siente tanto poder que eyacula con un berrido inhumano, que atraviesa la atmósfera vacía con reverberaciones míticas.

Con un pequeño vahído, mueve su potente cuerpo de guerrero, de general, de semi-dios, por los restos de la sala del trono. Se acerca al pequeño templete de oro, donde recuerda haber posado para todos los extranjeros de tierras colindantes, que acudían para verle junto a su pareja. “Cleopatra”, susurra su mente cansada. A su lado, yace el cuerpo espléndido de una mujer, de una reina, con un pequeño mordisco en el pezón derecho. Un áspid se esconde entre los cortinones, negro, en armonía cromática perfecta con el dorado del azulejo. No logra controlar la lágrima que recorre su mejilla velluda al ver a aquella mujer muerta. Poco a poco, esa imagen comienza a desvanecerse, mientras golpean violentamente las puertas del salón.

Recobra un poco el conocimiento y está de vuelta en Lesbos, entre las ruinas del claro del bosque. Ahora, la oscuridad sí que es absoluta. Las nubes han tapado la luna y no ve ni sus manos. Una fría brisa se ha levantado y siente entre sus muslos el gélido roce del líquido vaginal. Aún así, consigue adormilarse de nuevo, pues el vapor latente de la tierra es más fuerte transcurrida la medianoche. De nuevo, su mente la transporta a tierras desconocidas.

[CONTINUARÁ]


1 comentario:

  1. La lujuria que desprende cada una de las líneas, unida a la tradición grecorromana han hecho posible un gran disfrute por mi parte de este relato.
    Espero con ansia la llegada de nuevas entregas

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