CAPÍTULO III
Primavera. 1941.
-Cada vez son más cortas las noches.
-Uhm- afirmé mientras pisaba la
colilla que se apagaba con un siseo bajo mi suela. Ni siquiera sabía el nombre
de aquel desgraciado, un desempleado más que buscaba un jornal extra para pagar
el paracetamol a sus hijos.
Faltaba aún mucho para que
saliera el sol. La oscuridad se extendía por la azulada línea del horizonte,
cuando vislumbramos las luces del primer camión, en la interminable carretera Segovia - Madrid. Miré de reojo a los doce
hombres a mi cargo. Bastó eso para que se prepararan. Debajo de sus abrigos
largos, todos guardaban una carabina con el número de serie convenientemente
rayado con una lima. La habían recibido a eso de las diez, ya anochecido, en el
bar del Austrohúngaro. Muchos de ellos no sabrían ni usarla. Les avisé que todas
estaban vacías y limpias, que solo servían para intimidar. Solo la mía era
peligrosa. Lo último que quería aquella noche es que un ex barrendero me volase
el culo.
El anuncio publicado en La Vanguardia era bien simple, redactado
por el propio Sr. Expósito, que era culto y letrado, como le gustaba presumir. Se busca hombre para trabajo nocturno. Bien
pagado. Se requiere carnet de conducir. No decía nada sobre portar un arma.
Frente al bar, se presentaron más de cien hombres. Escogimos a los doce más
jóvenes y menos tullidos. Les dijimos que si eran cogidos presos o si alguien
les interrogaba sobre el trabajo de aquella noche, no dijesen nada sobre el
hombre que los había contratado. Aún así, nada sabían sobre Expósito, y frente
al bar Austrohúngaro siempre se reunían los jornaleros temporeros. Solo me
conocían a mí, lo cual dejaba solo un cabo suelto que luego atar con más
sobornos.
La flota de doce camiones Opel de
1937 que transportaban el cargamento de neumáticos aparcó justo en la calle que
hacía chaflán de aquel polígono industrial segoviano donde aguardaba con mis
hombres. El primer camionero, chaparro, peto vaquero y boina, cicatrices de
viruela, bajó de su vehículo, con el motor aún en marcha. Le enseñé la
identificación de la falsa empresa. Miró el dibujo. Apenas reparó en el nombre.
Era un placer trabajar con jornaleros que no sabían leer. Le pagué lo acordado.
Silbó y braceó una señal. Los otros camioneros se bajaron de sus camiones encendidos
y se fueron repartiéndose el dinero y dedicándonos una mirada de sospecha. Les
quedaba un largo camino hasta Madrid. No me importaba cómo lo harían.
Inspeccioné el cargamento de cada
uno de los camiones. Debajo del primer piso de neumáticos, había un falso fondo
lleno de diversos alimentos, pero la mayoría eran sacos de azúcar, cajas de
jabón y bidones de aceite. En otros, había carne y tocino, café, fruta y
pescado fresco. Tal y como el Sr. Expósito nos había indicado, los camiones de
neumáticos escondían el contrabando de alimentos racionados por la Comisaría de
Abastecimientos y Transportes. No era fácil ni barato mantener una red de
mercado negro entre los comerciantes de Madrid, sobornando a los inspectores o
burlando los fielatos, ni saltarse las restricciones de las Cartillas de Racionamiento.
Pero el llamado “Estraperlo” era el principal ingreso del capital secreto e
ingente del Sr. Expósito que, irónicamente, tenía una Cartilla de 3º categoría.
-Tú- le dije al hombre que me había hecho el
comentario sobre esas primeras noches de primavera. Me caía bien. –Conmigo.
El hombre, de mirada bonachona y
aspecto frágil, con entradas y venillas moradas en sus carrillos, se subió de
copiloto en el primer camión. Se tropezó con la carabina al subir y sentarse en
la cabina. Evité sonreír. Tenía toda la pinta de intelectual de izquierdas
represaliado, casado a la fuerza con aquella sirvienta a la que escribía poemas
y a la que dejó embarazada en un desliz, convertido felizmente en un respetable
cabeza de familia. Me recordaba demasiado a mi padre. Quería tenerlo cerca,
para no ponerme sentimental. Indiqué a los
otros que tomaran los otros camiones. Tenían orden de seguirme hasta donde les
llevara. Con los sombreros calados, arrancamos y afrontamos la carretera
iluminada fantasmalmente por los faros de los vehículos. El destino era nuestra
nave en Pozuelo de Alarcón, uno de los “Pueblos Adoptados” por el Régimen.
Pozuelo era el mejor lugar para guardar nuestro alijo porque por aquellas
fechas solo era refugio de campesinos y obreros de la Dirección General de
Regiones Devastadas. Que flotas de camiones pasaran por allí las noches de
final de mes no era nada sospechoso. Eran fáciles de infiltrar entre los
carromatos con remolques báscula que transportaban los materiales de
construcción. Allí nos llevaba el camino aquella noche. Pero antes, como un detalle
del Sr. Expósito hacia sus trabajadores temporeros, pasaríamos por el Club Américas, un prostíbulo justo antes de
entrar en Madrid, para que los chicos se tomasen un refrigerio.
Tomé el desvío y aparqué frente
al club, una casa con un cartel donde había mal pintada una playa con palmera.
Los demás camiones se detuvieron y los hombres se bajaron, sorprendidos. A
pesar de ser el territorio de Expósito, no me gustaba dejar los camiones solos.
Yo me quedaría fuera.
-Tenéis una hora para tomaros
algo y entrar en calor- les dije a todos. Muchos sonrieron. Otros me miraron
con desdén. –Cortesía de nuestro jefe. Paga la casa.
Con esa última frase, todos
asintieron y entraron, incluido mi amigo el “sonrisas cabeza de familia”.
Cuando el último entraba, un Rolls-Royce aparcó justo a mi lado. De él se bajó
Jacinto, con su cojera y mirada desconfiada. A su espalda aparecieron Sebas y
Daniel, los gigantones hermanos de Jacinto, siempre silenciosos, amenazadores,
a las órdenes de su amado hermano y de Expósito. Jacinto me dio las buenas
noches y se acercó a los camiones, para inspeccionar la carga, mientras los dos
oseznos me vigilaban. Expósito no se fiaba de mí desde el incidente con las
putas de la “Pantumaca”. Una vez hubo acabado, se dirigió al prostíbulo. Con un
gesto, me inquirió sobre mi permanencia afuera.
-Me quedo para vigilar los
camiones- le espeté secamente mientras encendía un fósforo que me llevaba al
cigarrillo de mis labios. El cojo asintió y le vi desaparecer tras la puerta
del Club Américas.
A la hora, me decidí a entrar.
Sabía que aquellos maleantes no me iban a obedecer y retrasarían todo lo
posible la vuelta al trabajo. No me gustó que Expósito les diera ese capricho,
y le hice ver mi descontento. Entré en el edificio y allí estaban todos mis
hombres, agarrados a una mujer bailando un pasodoble. Las mujeres eran de todo
tipo, altas y bajas, gordas y famélicas, unas vestidas con camisones donde
abultaba todo o sujetadores, bragas y faja de color carne y marrón, collares
falsos de nácar. Todos reían, amagándose mientras los acordes sonaban
distorsionados. Me dirigí a la barra, donde la madame se apoyaba observando su
mercancía, y apagué el megáfono.
-Subida a los camiones- exclamé
gélido, conteniendo mi ira, a los hombres que me miraban, muchos de ellos
desafiantes entre los brazos de la mujer. Les mantuve la mirada a todos. Sin
decir una palabra, cogieron sus abrigos, donde estaban envueltas las carabinas
y salieron en busca de sus camiones. Jacinto me miraba desde la otra punta de
la barra, con un vaso de Brandy, con una sonrisa instigadora. No tenía la menor
duda de que aquel pájaro de mal agüero quería hacerme caer.
Retomamos la carretera, seguidos
de Jacinto. Por fin, llegamos al fielato de Madrid. Miré mi reloj y vi que
estábamos en hora. Nuestro contacto entraba justo en ese turno. Nos dejaría
pasar sin problema. Paramos frente a la caseta encalada, donde se encontraba
nuestro hombre de la aduana. Por la ventanilla, le saludé con un golpe de
sombrero. Me reconoció al instante y nos dejó pasar, mientras los guardias
bebían y reían en el interior de la caseta, ignorando el procedimiento de
inspección de todos los vehículos de carga que entrasen en Madrid.
Desconociendo que aquella noche metíamos en la capital alimentos de
contrabando.
La aurora asomaba ya por el
horizonte cuando tomábamos la carretera de Pozuelo. Todo estaba muy tranquilo,
y los hombres conducían con cuidado. Volví a mirar mi reloj. Estábamos
cumpliendo el horario. En cuanto llegásemos, nos abrirían el almacén y
habríamos cumplido con nuestro cometido de aquella noche. Pasamos Pozuelo y nos
introdujimos en el polígono lleno de almacenes. Detuve mi camión en la esquina,
en la parte de atrás de la manzana de nuestro almacén. Me asomé abriendo la
puerta para dejar paso a los camiones, a los que indiqué que siguieran agitando
mi sombrero. Los vehículos pasaban a mi lado lentamente. El primer disparo me
tomó por sorpresa. Procedía de la parte delantera del almacén.
Los tiros sonaban irreales y con
un eco ahogado, como un festejo de pueblo. Me metí en la cabina. Observé por la
ventanilla que el Rolls-Royce de Jacinto se había detenido al otro lado de la
calle, con los faros apagados y cubierto tras las esquina del almacén de
enfrente. El hombre de las gafas me miraba con horror, sin atreverse a
preguntar lo evidente, balbuceando sollozos. Sin duda, éramos presa de una
emboscada. Con las detonaciones de fondo, cogí un trapo grasiento de los que
había tirados por la cabina. Con los dedos, hice dos agujeros y me cubrí la
cara con él. Si iba a luchar, no quería que me vieran el rostro.
Lo más sensato hubiese sido salir
de allí, al menos con el camión que tenía. Empecé a dar marcha atrás, cuando vi
a Jacinto y a sus dos hermanos salir de su vehículo, armados con escopetas de
caza de corto alcance. Iban con la cara tapada con sus chaquetas, atadas en la
nuca. En un tiroteo así no tenían mucho
que hacer con esas armas, pero la inteligencia de la familia Benavides Zamora
brillaba por su ausencia. Corrieron al encuentro de los asaltantes. Los perdí de
vista por el callejón. Malditos locos. No tenía más opción. Si el cojo había
salido a luchar, yo debía hacer lo mismo.
Me bajé de un salto con mi
carabina cargada y percutida. Cerré la puerta dejando al hombre asustado y
lloriqueando. Corrí agachado hasta ponerme en la esquina principal de nuestro
almacén. Los tiros se hacían más cercanos. Varios camiones estaban volcados y
echando humo, con la fruta y el pescado desparramados por el asfalto. Los otros
camiones aún ronroneaban, con sus conductores dentro, detrás de un cristal
bañado de sangre y con agujeros de bala. Apostados en sus furgones, un batallón
de agentes de la Guardia Civil disparaba con sus Mosin-Nagant de cerrojo sobre tres
rezagados que se cubrían tras un remolque volcado. La mayoría de nuestros
hombres yacía en el suelo encima de un charco carmesí. Otros, huían calle
abajo, perseguidos por algunos agentes. Los tres idiotas Benavides se unieron a
los tres que se abrazaban a sus carabinas, disparando las suyas contra los
Guardias Civiles. Sorprendidos de recibir un contraataque, se escondieron tras
sus furgones. Los tres hermanos sonreían, mirando con sorna a los hombres a su
lado. Un grupo de agentes salió de sus furgones y se desplegó tras el camión
donde estaba Jacinto con sus hermanos. Dispararon y dieron a Jacinto en un
brazo y a su hermano Daniel en la cabeza, que se desplomó al momento. Tras mi
esquina, disparé una salva de balas contra los agentes. Herí a uno y maté a
otro. Corrí hasta el camión donde Jacinto sangraba. Junto con Sebas, lo tomé
por el hombro y me lo llevé de aquella encerrona. Justo antes de doblar la esquina
y de llegar a mi camión, dediqué una fugaz mirada a los agentes. Un hombre
joven, bien trajeado, daba órdenes a sus hombres. Debía ser un inspector de la
Fiscalía de Tasas, recién salido de la academia. Mientras detenían a los tres
que quedaban vivos, el joven me miró. Era una versión mejorada de mí mismo, sin
arrugas ni canas, sin esa grasa que se estaba alojando incómodamente en mi
barriga. Su mirada, más valiente y audaz que la mía, me retó. A pesar de la
distancia, la sentí muy cercana.
Metí a Jacinto en la cabina, que
cayó encima del hombre, llenándolo de su sangre. Me subí al camión y arranqué
justo en el momento en que Sebas subía de un salto al remolque y algunos
Guardias Civiles nos dedicaban una nueva salva de balas. A toda velocidad, abandoné
aquel polígono, oyendo cómo los furgones se ponían en marcha tras de mí. Tomé
un camino secundario y nos introdujimos en una finca que conocía bien. Aparqué
el camión tras unos arbustos y me bajé del camión. Me fumaba otro cigarrillo
con calma, mientras veía pasar por la lejana carretera los furgones de la
Guardia Civil, buscándonos como locos. Bien entrada la mañana, vi cómo se
llevaban los camiones confiscados, camino a Madrid, muy lejos de las manos de
Expósitos. Jacinto, con un torniquete, me miraba divertido. Su hermano, seguía
con la expresión vacía de siempre. El intelectual dormía.
No estaba muy seguro de quién era
la culpa de aquella trampa. No podía asegurarme de que Expósito sabía algo. Pero
seguro que algún rumor sobre el nuevo inspector había oído. Sí estaba
totalmente convencido de que no era ninguna coincidencia que yo hubiese sido el
encargado de la misión. Expósito podía haber variado la ruta o cambiado de
almacén, pero decidió proceder como todas las noches de principios de mes, solo
para ver hasta que nivel llegaban los topos en su organización y hasta dónde
llegarían las fuerzas del nuevo inspector. Fuera como fuese, yo estaba en el
medio, y había aceptado el reto que aquel joven me lanzó con la mirada aquella
noche primaveral.
[CONTINUARÁ]