domingo, 9 de diciembre de 2012

ALMA NEGRA

CAPÍTULO III
Primavera. 1941.

-Cada vez son más cortas las noches.
-Uhm- afirmé mientras pisaba la colilla que se apagaba con un siseo bajo mi suela. Ni siquiera sabía el nombre de aquel desgraciado, un desempleado más que buscaba un jornal extra para pagar el paracetamol a sus hijos.

Faltaba aún mucho para que saliera el sol. La oscuridad se extendía por la azulada línea del horizonte, cuando vislumbramos las luces del primer camión, en la interminable carretera  Segovia - Madrid. Miré de reojo a los doce hombres a mi cargo. Bastó eso para que se prepararan. Debajo de sus abrigos largos, todos guardaban una carabina con el número de serie convenientemente rayado con una lima. La habían recibido a eso de las diez, ya anochecido, en el bar del Austrohúngaro. Muchos de ellos no sabrían ni usarla. Les avisé que todas estaban vacías y limpias, que solo servían para intimidar. Solo la mía era peligrosa. Lo último que quería aquella noche es que un ex barrendero me volase el culo.

El anuncio publicado en La Vanguardia era bien simple, redactado por el propio Sr. Expósito, que era culto y letrado, como le gustaba presumir. Se busca hombre para trabajo nocturno. Bien pagado. Se requiere carnet de conducir. No decía nada sobre portar un arma. Frente al bar, se presentaron más de cien hombres. Escogimos a los doce más jóvenes y menos tullidos. Les dijimos que si eran cogidos presos o si alguien les interrogaba sobre el trabajo de aquella noche, no dijesen nada sobre el hombre que los había contratado. Aún así, nada sabían sobre Expósito, y frente al bar Austrohúngaro siempre se reunían los jornaleros temporeros. Solo me conocían a mí, lo cual dejaba solo un cabo suelto que luego atar con más sobornos.

La flota de doce camiones Opel de 1937 que transportaban el cargamento de neumáticos aparcó justo en la calle que hacía chaflán de aquel polígono industrial segoviano donde aguardaba con mis hombres. El primer camionero, chaparro, peto vaquero y boina, cicatrices de viruela, bajó de su vehículo, con el motor aún en marcha. Le enseñé la identificación de la falsa empresa. Miró el dibujo. Apenas reparó en el nombre. Era un placer trabajar con jornaleros que no sabían leer. Le pagué lo acordado. Silbó y braceó una señal. Los otros camioneros se bajaron de sus camiones encendidos y se fueron repartiéndose el dinero y dedicándonos una mirada de sospecha. Les quedaba un largo camino hasta Madrid. No me importaba cómo lo harían.
Inspeccioné el cargamento de cada uno de los camiones. Debajo del primer piso de neumáticos, había un falso fondo lleno de diversos alimentos, pero la mayoría eran sacos de azúcar, cajas de jabón y bidones de aceite. En otros, había carne y tocino, café, fruta y pescado fresco. Tal y como el Sr. Expósito nos había indicado, los camiones de neumáticos escondían el contrabando de alimentos racionados por la Comisaría de Abastecimientos y Transportes. No era fácil ni barato mantener una red de mercado negro entre los comerciantes de Madrid, sobornando a los inspectores o burlando los fielatos, ni saltarse las restricciones de las Cartillas de Racionamiento. Pero el llamado “Estraperlo” era el principal ingreso del capital secreto e ingente del Sr. Expósito que, irónicamente, tenía una Cartilla de 3º categoría.

 -Tú- le dije al hombre que me había hecho el comentario sobre esas primeras noches de primavera. Me caía bien. –Conmigo.

El hombre, de mirada bonachona y aspecto frágil, con entradas y venillas moradas en sus carrillos, se subió de copiloto en el primer camión. Se tropezó con la carabina al subir y sentarse en la cabina. Evité sonreír. Tenía toda la pinta de intelectual de izquierdas represaliado, casado a la fuerza con aquella sirvienta a la que escribía poemas y a la que dejó embarazada en un desliz, convertido felizmente en un respetable cabeza de familia. Me recordaba demasiado a mi padre. Quería tenerlo cerca, para no ponerme sentimental.  Indiqué a los otros que tomaran los otros camiones. Tenían orden de seguirme hasta donde les llevara. Con los sombreros calados, arrancamos y afrontamos la carretera iluminada fantasmalmente por los faros de los vehículos. El destino era nuestra nave en Pozuelo de Alarcón, uno de los “Pueblos Adoptados” por el Régimen. Pozuelo era el mejor lugar para guardar nuestro alijo porque por aquellas fechas solo era refugio de campesinos y obreros de la Dirección General de Regiones Devastadas. Que flotas de camiones pasaran por allí las noches de final de mes no era nada sospechoso. Eran fáciles de infiltrar entre los carromatos con remolques báscula que transportaban los materiales de construcción. Allí nos llevaba el camino aquella noche. Pero antes, como un detalle del Sr. Expósito hacia sus trabajadores temporeros, pasaríamos por el Club Américas, un prostíbulo justo antes de entrar en Madrid, para que los chicos se tomasen un refrigerio.
Tomé el desvío y aparqué frente al club, una casa con un cartel donde había mal pintada una playa con palmera. Los demás camiones se detuvieron y los hombres se bajaron, sorprendidos. A pesar de ser el territorio de Expósito, no me gustaba dejar los camiones solos. Yo me quedaría fuera.

-Tenéis una hora para tomaros algo y entrar en calor- les dije a todos. Muchos sonrieron. Otros me miraron con desdén. –Cortesía de nuestro jefe. Paga la casa.

Con esa última frase, todos asintieron y entraron, incluido mi amigo el “sonrisas cabeza de familia”. Cuando el último entraba, un Rolls-Royce aparcó justo a mi lado. De él se bajó Jacinto, con su cojera y mirada desconfiada. A su espalda aparecieron Sebas y Daniel, los gigantones hermanos de Jacinto, siempre silenciosos, amenazadores, a las órdenes de su amado hermano y de Expósito. Jacinto me dio las buenas noches y se acercó a los camiones, para inspeccionar la carga, mientras los dos oseznos me vigilaban. Expósito no se fiaba de mí desde el incidente con las putas de la “Pantumaca”. Una vez hubo acabado, se dirigió al prostíbulo. Con un gesto, me inquirió sobre mi permanencia afuera.

-Me quedo para vigilar los camiones- le espeté secamente mientras encendía un fósforo que me llevaba al cigarrillo de mis labios. El cojo asintió y le vi desaparecer tras la puerta del Club Américas. 

A la hora, me decidí a entrar. Sabía que aquellos maleantes no me iban a obedecer y retrasarían todo lo posible la vuelta al trabajo. No me gustó que Expósito les diera ese capricho, y le hice ver mi descontento. Entré en el edificio y allí estaban todos mis hombres, agarrados a una mujer bailando un pasodoble. Las mujeres eran de todo tipo, altas y bajas, gordas y famélicas, unas vestidas con camisones donde abultaba todo o sujetadores, bragas y faja de color carne y marrón, collares falsos de nácar. Todos reían, amagándose mientras los acordes sonaban distorsionados. Me dirigí a la barra, donde la madame se apoyaba observando su mercancía, y apagué el megáfono.


-Subida a los camiones- exclamé gélido, conteniendo mi ira, a los hombres que me miraban, muchos de ellos desafiantes entre los brazos de la mujer. Les mantuve la mirada a todos. Sin decir una palabra, cogieron sus abrigos, donde estaban envueltas las carabinas y salieron en busca de sus camiones. Jacinto me miraba desde la otra punta de la barra, con un vaso de Brandy, con una sonrisa instigadora. No tenía la menor duda de que aquel pájaro de mal agüero quería hacerme caer.

Retomamos la carretera, seguidos de Jacinto. Por fin, llegamos al fielato de Madrid. Miré mi reloj y vi que estábamos en hora. Nuestro contacto entraba justo en ese turno. Nos dejaría pasar sin problema. Paramos frente a la caseta encalada, donde se encontraba nuestro hombre de la aduana. Por la ventanilla, le saludé con un golpe de sombrero. Me reconoció al instante y nos dejó pasar, mientras los guardias bebían y reían en el interior de la caseta, ignorando el procedimiento de inspección de todos los vehículos de carga que entrasen en Madrid. Desconociendo que aquella noche metíamos en la capital alimentos de contrabando.
La aurora asomaba ya por el horizonte cuando tomábamos la carretera de Pozuelo. Todo estaba muy tranquilo, y los hombres conducían con cuidado. Volví a mirar mi reloj. Estábamos cumpliendo el horario. En cuanto llegásemos, nos abrirían el almacén y habríamos cumplido con nuestro cometido de aquella noche. Pasamos Pozuelo y nos introdujimos en el polígono lleno de almacenes. Detuve mi camión en la esquina, en la parte de atrás de la manzana de nuestro almacén. Me asomé abriendo la puerta para dejar paso a los camiones, a los que indiqué que siguieran agitando mi sombrero. Los vehículos pasaban a mi lado lentamente. El primer disparo me tomó por sorpresa. Procedía de la parte delantera del almacén.

Los tiros sonaban irreales y con un eco ahogado, como un festejo de pueblo. Me metí en la cabina. Observé por la ventanilla que el Rolls-Royce de Jacinto se había detenido al otro lado de la calle, con los faros apagados y cubierto tras las esquina del almacén de enfrente. El hombre de las gafas me miraba con horror, sin atreverse a preguntar lo evidente, balbuceando sollozos. Sin duda, éramos presa de una emboscada. Con las detonaciones de fondo, cogí un trapo grasiento de los que había tirados por la cabina. Con los dedos, hice dos agujeros y me cubrí la cara con él. Si iba a luchar, no quería que me vieran el rostro.
Lo más sensato hubiese sido salir de allí, al menos con el camión que tenía. Empecé a dar marcha atrás, cuando vi a Jacinto y a sus dos hermanos salir de su vehículo, armados con escopetas de caza de corto alcance. Iban con la cara tapada con sus chaquetas, atadas en la nuca.  En un tiroteo así no tenían mucho que hacer con esas armas, pero la inteligencia de la familia Benavides Zamora brillaba por su ausencia. Corrieron al encuentro de los asaltantes. Los perdí de vista por el callejón. Malditos locos. No tenía más opción. Si el cojo había salido a luchar, yo debía hacer lo mismo. 



Me bajé de un salto con mi carabina cargada y percutida. Cerré la puerta dejando al hombre asustado y lloriqueando. Corrí agachado hasta ponerme en la esquina principal de nuestro almacén. Los tiros se hacían más cercanos. Varios camiones estaban volcados y echando humo, con la fruta y el pescado desparramados por el asfalto. Los otros camiones aún ronroneaban, con sus conductores dentro, detrás de un cristal bañado de sangre y con agujeros de bala. Apostados en sus furgones, un batallón de agentes de la Guardia Civil disparaba con sus Mosin-Nagant de cerrojo sobre tres rezagados que se cubrían tras un remolque volcado. La mayoría de nuestros hombres yacía en el suelo encima de un charco carmesí. Otros, huían calle abajo, perseguidos por algunos agentes. Los tres idiotas Benavides se unieron a los tres que se abrazaban a sus carabinas, disparando las suyas contra los Guardias Civiles. Sorprendidos de recibir un contraataque, se escondieron tras sus furgones. Los tres hermanos sonreían, mirando con sorna a los hombres a su lado. Un grupo de agentes salió de sus furgones y se desplegó tras el camión donde estaba Jacinto con sus hermanos. Dispararon y dieron a Jacinto en un brazo y a su hermano Daniel en la cabeza, que se desplomó al momento. Tras mi esquina, disparé una salva de balas contra los agentes. Herí a uno y maté a otro. Corrí hasta el camión donde Jacinto sangraba. Junto con Sebas, lo tomé por el hombro y me lo llevé de aquella encerrona. Justo antes de doblar la esquina y de llegar a mi camión, dediqué una fugaz mirada a los agentes. Un hombre joven, bien trajeado, daba órdenes a sus hombres. Debía ser un inspector de la Fiscalía de Tasas, recién salido de la academia. Mientras detenían a los tres que quedaban vivos, el joven me miró. Era una versión mejorada de mí mismo, sin arrugas ni canas, sin esa grasa que se estaba alojando incómodamente en mi barriga. Su mirada, más valiente y audaz que la mía, me retó. A pesar de la distancia, la sentí muy cercana.

Metí a Jacinto en la cabina, que cayó encima del hombre, llenándolo de su sangre. Me subí al camión y arranqué justo en el momento en que Sebas subía de un salto al remolque y algunos Guardias Civiles nos dedicaban una nueva salva de balas. A toda velocidad, abandoné aquel polígono, oyendo cómo los furgones se ponían en marcha tras de mí. Tomé un camino secundario y nos introdujimos en una finca que conocía bien. Aparqué el camión tras unos arbustos y me bajé del camión. Me fumaba otro cigarrillo con calma, mientras veía pasar por la lejana carretera los furgones de la Guardia Civil, buscándonos como locos. Bien entrada la mañana, vi cómo se llevaban los camiones confiscados, camino a Madrid, muy lejos de las manos de Expósitos. Jacinto, con un torniquete, me miraba divertido. Su hermano, seguía con la expresión vacía de siempre. El intelectual dormía.

No estaba muy seguro de quién era la culpa de aquella trampa. No podía asegurarme de que Expósito sabía algo. Pero seguro que algún rumor sobre el nuevo inspector había oído. Sí estaba totalmente convencido de que no era ninguna coincidencia que yo hubiese sido el encargado de la misión. Expósito podía haber variado la ruta o cambiado de almacén, pero decidió proceder como todas las noches de principios de mes, solo para ver hasta que nivel llegaban los topos en su organización y hasta dónde llegarían las fuerzas del nuevo inspector. Fuera como fuese, yo estaba en el medio, y había aceptado el reto que aquel joven me lanzó con la mirada aquella noche primaveral.

[CONTINUARÁ]

miércoles, 17 de octubre de 2012

ALMA NEGRA

CAPÍTULO II

1941, invierno




Ella me miraba desde la tapia gris y musgosa del cementerio, con sus ojos en blanco, su melena ardiendo. La lluvia de cardos caía lentamente, y yo flotaba hacia mi tumba, con los panteones y cruces de mármol pasando bajo mi espalda. La oscuridad blanca me engulló y me sumergí en las profundidades de la tierra, mientras Amanda me dirigía una última mirada.




Cuando desperté, la Petra me apuntaba con una Máuser oxidada, grande y obscena, sostenida por una de sus níveas y arrugadas manos.  A su alrededor se desplegaba todo su séquito, unas doce mujeres de diversas edades, todas en bata (se habían cubierto las vergüenzas), algunas más guapas y delgadas que otras. La mayoría hermosas. Petra tenía una buena plantilla. Por algo sus chicas eran las más disputadas de Madrid. Vi a la “Remedios” al fondo, escondiéndose de mi mirada de rencor tras una de sus compañeras. El “Escabeche” resoplaba al lado de su ama, dirigiéndome unas miradas perdidas, sin mucho sentido aparente. Me moví y descubrí que no estaba atado, simplemente sentado en una de las butacas rococó. La miré sorprendido.
-No te hemos atado- exclamó Petra mientras esgrimía con fuerza la pistola. Sabía que me dejaba claro este asunto para hacerme notar que yo no era un preso en su casa. Los dos sabíamos que podía desarmarla con un par de gestos, pero estuve a su merced cuando estuve inconsciente y nada me hicieron.  Debía tomarme aquello como una invitación a las negociaciones, a pesar de que Angelilla seguía atada y malherida al fondo. Recobrándome del golpe en la nuca del Escabeche, me incorporé en el asiento y hablé dirigiéndome a todas.
-Os voy a ser sincero. De nada sirve que os mienta a estas alturas de la película. Esconder a la “Remedios” ha sido una declaración de guerra al señor Expósito. Si no doy señales de vida, sus hombres tirarán abajo la puerta y os matarán.
Petra me miró y asintió. Bajó el arma y se la pasó al Escabeche. Se cruzó de brazos y me habló sin temblar.
-Queremos dejar de trabajar para el señor Expósito.
-Eso es imposible.
-Queremos todo lo que ganamos. No le debemos nada a tu jefe. No tenemos porqué seguirle dando tributo. Ni porqué aguantar a sus bestias cada fin de semana. No dedicamos a lo que nos dedicamos. Somos las mejores y no tenemos que darles servicio gratis. Aunque tengamos que luchar, no volveremos al redil de Expósito.
Suspiré. Lo que pedían era imposible, atentaba contra la tradición de las leyes de la calle desde que la guerra terminó. El hampa había creado una estabilidad que el gobierno no había podido establecer. Lo que querían aquellas putas iba a romper toda la hegemonía del señor Expósito. Y eso traería de nuevo la sangre a las calles.
-Tú vas a ser nuestro aval y mensajero- continuó Petra. – En la calle se dice que eres un hombre honrado, a pesar de trabajar para Expósito. Desatadla.
Mientras tres de sus chicas desataban, posaban en el suelo suavemente y cubrían con una gruesa manta a la inconsciente Ángela, el Escabeche me levantó en vilo, me colocó mi abrigo por encima de los hombros y me acompañó con rudeza hasta la puerta, sosteniéndome en cada escalón. 



El viento helado de la calle me golpeó un rostro congestionado y una cabeza abotagada. Llevaba a Ángela en mis brazos, como una de aquellas Vírgenes de madera cromada que llevaban a su Cristo en Semana Santa.  Tropezábamos por la acera, en la mañana fría, esquivando la mirada desaprobadora de unos transeúntes ya desacostumbrados a ver la sangre de las heridas. Esta vez necesitaba de verdad un cigarro, pero no podía encenderme ninguno con Ángela inconsciente en mis brazos
No sabía a dónde ir. No podía ir a donde el Austrohúngaro. Nadie podía saber que Ángel era Ángela; nadie debía saber mi debilidad ante la Petra; ni que sus putas estaban dispuestas a comenzar una revolución. Eso desestabilizaría todo, el negocio se acabaría y volverían las armas a las calles. Tenía que arreglar aquel asunto por mi cuenta. Estaba solo.
Y cuando estaba solo siempre iba a ver a la hermana Marta, una anciana de 59 años, mermada por los inviernos duros que había vivido, de rostro angelical y mirada cristalina y severa. Ella me había curado las rodillas desolladas de pequeño y algún balazo de mayor. Cuando las iglesias empezaron a arder en Madrid, justo antes de la guerra, le salvé el pellejo un par de veces. Marta había sido como mi madre, no podía dejar que una turba enfervorecida de “tovarich” castizos acabase con ella. La refugié en mi casa. Nadie sospechó que un afiliado de la CNT escondía a una monja.
Marta vivía en un bajo en la calle Pez. Cuando llamé a la puerta, nos abrió con lentitud y su rostro apenas cambió al verme con Ángela. En camisón y sin mediar palabra, me indicó que entrase.  Coloqué a Ángela en su cama, mientras ella sacaba su botiquín, empapaba algodones en yodo y los aplicaba cuidadosamente en las heridas de la muchacha. Desde el resquicio de la ventana, Fausto, el también anciano gato de Marta, observaba la escena como había observado otras muchas.  Yo me senté en la única butaca que había, al lado de una mesa camilla con una enorme radio, en aquella diminuta sala cubierta de estampas y santos en la que vivía Marta. Fausto, estirando todas sus patas en una danza perezosa, se acercó donde estaba sentado y de un seguro salto, se acomodó en mi regazo. La pasé la mano por el pronunciado espinazo. Cuando Marta retiró la manta en la que estaba envuelta la muchacha y descubrió su desnudez femenina, me miró indecisa.

-Este niño se escapó hace unos años de la Casa de Auxilio en la que trabajo. El Angelillo siempre fue un culo inquieto. No sabía que en la calle se convertían en escuálidas muchachas- exclamó para sí misma, pero mirándome. Y se dirigió a la encimera con grifo para lavarse las manos antes de vendar a la chica, murmurando quejas sobre los tiempos en los que vivíamos. Una vez Ángela estaba vendada y ya no corría peligro, salí sin responder la interrogadora mirada de Marta. Desde muchacho, se había hecho a mis silencios, pero nunca había dejado de interrogarme con sus ojos. Ni siquiera se atrevió a juzgarme cuando Amanda tuvo que morir en aquella fría tapia del cementerio de San Isidro. Me dio asilo las semanas después de su muerte, cocinando las estupendas sopas de ajo, en silencio, desvelando con sus ojos la carroña de mi alma. Algún día respondería todas aquellas preguntas, cuando fuera capaz yo mismo de responderlas. 


Salí eléctrico a la calle. Me dirigí a la taberna con cuidado, vigilando desde la esquina. El garito de Salvador se había convertido en una especie de polvorín, lleno de hombres con gabardinas, guantes y sombreros, armados hasta los dientes. Hubiera sido una locura entrar y persuadirles de que dejasen en paz a las putas. Sobre todo en ese preciso instante, cuando Jacinto, el “cojo”, la mano derecha de Expósito, arengaba a sus hombres recién sacados de las zanjas y de las obras del barrio. Tenía que actuar antes de que se disparase un solo tiro. ¿Qué decía siempre mi sargento? “Sé el primero en comenzar el fuego”. Y así lo hice.
Entré de nuevo en la casa de la Petra, sin impedimentos, pues el “Escabeche” estaba en el piso de arriba, escondido tras un montón de muebles apilados, armado con una escopeta enorme. La Petra estaba a su lado, con su Máuser. Las chicas estaban armadas con palos, cuchillos, tijeras de costurera, más asustadas que amenazantes, tras la barricada improvisada. Realmente estaban dispuestas a todo.
-Escuchadme bien- me dirigí a todas con seguridad.- Los hombres de Expósito no me han escuchado. Se acercan aquí armados y dispuestos a espoliar esta casa. Os propongo lo siguiente.
Esta vez, me dirigí exclusivamente a la Petra.
-Os vais a ir de Madrid. Recoged todo y preparaos. Esta noche la pasaréis en una Casa de Auxilio y mañana temprano mi amigo Víctor “el tuercas” os llevará a Barcelona. Allí empezaréis a trabajar desde cero. Yo os prestaré algo de dinero que tengo ahorrado. Consideradlo un regalo por no haberme matado. Todas llevaréis papeles falsos. Desde mañana, vuestras identidades serán otras.
La Petra se mantuvo en silencio un momento. Casi podía oír el mecanismo de su mente moviéndose a toda velocidad. Al final, bajó el rostro y en murmullos ordenó a las chicas que hicieran lo que yo decía. Ni siquiera yo sabía si aquello iba a salir bien, pero al menos aplazaría el derramamiento de sangre. La Petra era una mujer lista. Sabía que era la mejor opción.


El equipaje de una puta no es muy pesado. En menos de media hora salieron del edificio. Tomé un barril de gasolina que había en el sótano y lo derramé por las escaleras y el primer piso. Encendí un cigarrillo, le di dos caladas y lo lancé al líquido. Todo se convirtió en una bola de fuego.
Le di las señas de la Casa de Auxilio al “Escabeche” para que se llevara a las chicas esa noche. Diez minutos después, cuando la casa se derrumbaba en un mar de llamas, llegaron los hombres de Expósito, seguidos de los bomberos y la guardia civil, para evitar que el fuego se extendiese. Jacinto ordenó a los hombres que se dispersaran y se dirigió a mí con sobresalto, cuando la casa de la Petra solo era un montón de cimientos humeantes.
-¿Qué ha pasado aquí?- me gritó, pidiéndome explicaciones, resaltando en la pregunta que sabía más de lo que parecía.
-¿Quién iba a decir que un puñado de putas fueran tan listas?- exclamé mientras me encogía de hombros.
Jacinto no siguió preguntando, con su mirada sibilina de águila, pero desde ese día, Expósito sospechó de mí. Haber ayudado a las chicas de la Petra fue el comienzo de mi caída. Cuando recibí a las dos semanas un cheque de parte de la Petra con un diez por ciento de los beneficios que estaban consiguiendo en Barcelona, no podía creerme que en unos años habría deseado que se hubieran quemado con la casa. 

[CONTINUARÁ]