sábado, 13 de noviembre de 2010

Decillonésima Sinfonía del Recto


Todos los días, después de un café oscuro aromatizado con una ramita de canela, Morgana tocaba una breve canción al violín. Con su mano izquierda tomaba el instrumento apoyando la mentonera en la diagonal de su cuello, y con su mano derecha deslizaba el arco suavemente por los tres hilos que unían las clavijas con el botón, hasta encontrar la perfecta melodía, en una expresión de ensoñación infinita. Al violín de Morgana le faltaba una cuerda.

Todos los días, después de una cebada caliente en vaso de carolino, Saúl tocaba su viejo tambor austrohúngaro, en un constante repiquetear de tímidos azotes. Con su rodilla izquierda sujetaba con gran equilibrio la circunferencia y en su mano derecha sostenía la batuta con la golpeaba la piel tensa una y otra vez, en una expresión de infinita ira. Al tambor de Saúl le faltaba una batuta.

A las siete en punto de un mal jueves, Morgana salió a tocar a su jardín, vestida de blanco, radiante como el sol de la tarde cuando está en lo más alto de su talante. Saúl, que paseaba mirando al suelo, obcecado es sus más ridículos pensamientos, oyó la melodía que salía de las cuerdas del violín y se acercó con apremiante curiosidad. Observó el sensual contoneo del brazo de Morgana, friccionando las tres cuerdas del lisiado instrumento y observó pasmado todos y cada uno de los gestos de la joven hasta que acabó el breve concierto, con la mano metida bajo la tela del pantalón. Cuando cesó la música:

Saúl: (aplausos) Es una gran pieza señorita. Goza usted de un dominio admirable para con el violín, pues he podido observar que le falta una cuerda y aún así no ha errado en una sola nota. Le doy mi enhorabuena, y ruego me disculpe por haberla espiado desde el otro lado de la verja, pero su canción me ha paralizado el cuerpo.

Saúl no iba muy desencaminado al hablar en estos términos, era impotente desde que tenía uso de razón y conocimiento de la existencia de los placeres carnales.

Morgana: (sobresaltada) Me halaga caballero. Con su permiso he de retirarme. (Hace una leve reverencia con la cabeza) ¡Qué tenga un buen día! (Entra deprisa en la casa, olvidando el pocillo del café y el instrumento sobre la mesita del jardín).

A Saúl le molestaban profundamente las actitudes recatadas de las señoritas de la alta burguesía. -¡Pobre idiota!- pensaba- ¡mírala que refinada! y su familia no tiene suficiente dinero ni para comprar una miserable cuerda de violín. ¿A quién creen que engañan? Al final son todas unas rameras, se casan por intereses y conveniencias con viejos millonarios de tres al cuarto, a los que ni siquiera se les levanta… (El corazón de Saúl dio un vuelco antes de acabar la frase, y se obligó a tranquilizarse, nada le avergonzaba más que su traumática tara sexual).

De regreso a su casa, se detuvo ante un escaparate. La campanita que auguraba la entrada de los clientes en la tienda sonó esa vez con el eco de un verdadero réquiem.

Al día siguiente Saúl acudió de nuevo al jardín de Morgana con una cuerda de violín nueva, envuelta cuidadosamente en un papel de seda y adornado con un lazo atado a mano. Llevaba consigo su viejo tambor. En el jardín no soplaba más que una insistente brisa, que movía de un lado a otro las ramitas de canela que adornaban todo el mobiliario exterior en forma de enredadera. La paciencia de Saúl estaba a punto de agotarse cuando la melodía de un violín comenzó a sonar dentro de la estancia.

Saúl: (toc, toc) ¡Señorita! Abra la puerta, por favor, soy Saúl, el joven de ayer, todavía no sé su nombre.

La canción de cuerda se interrumpió, y unos firmes pasos se escucharon en dirección a la puerta.

Morgana: (con expresión notablemente molesta y tono irónicamente educado) ¿Qué se le ofrece?

Saúl: Tras observarla ayer en pleno concierto, quedé prendado de su técnica, y me pregunté entonces qué maravillas podría crear usted con un violín de cuatro cuerdas. (Le tendió el paquetito a través de una pequeña reverencia).

A Morgana le brillaron los ojos del gozo.

Morgana: Mi nombre es Morgana de Villarente, bienvenido sea a esta casa ¿qué desea tomar?

Saúl: una cebada caliente, si es tan amable.

Mientras Morgana preparaba los vasos con gran tintineo de cristales, Saúl observaba con admiración los innumerables tomos que poblaban la biblioteca del salón. Extrañado, se dio cuenta de que los muebles eran de madera de roble, demasiado antiguos. El cerezo se llevaba desde hacía ya varias décadas, era mucho más barato y tan solo un poco menos resistente al paso del tiempo. En el resto de la casa no se escuchaba ni un solo ruido. Saúl pensó que Morgana era demasiado joven para vivir sola.

Morgana: (con una bandeja llena de bártulos) disculpe el retraso.

Saúl empezó a sentirse un poco incómodo en aquella casa, pero hizo oídos sordos de su instinto y descolgó del hombro el viejo tambor de una sola batuta.

Saúl: como ve, mi instrumento también está incompleto. Me preguntaba si entre ambos podríamos tocar un minué. (Da un largo trago a su cebada y ríe con un gesto un tanto enternecedor).

Mientras, Morgana ya había deshecho el paquetito que contenía la nueva cuerda del violín y se acercaba a Saúl por la retaguardia, hasta situar su boca justo detrás de uno de los lóbulos. La abrió sugerentemente y aproximó la punta de su lengua a la piel de la oreja, en una suave y mojada caricia, que produjo en Saúl un escalofrío embriagador. Éste se dio la vuelta y acarició uno de los pechos de Morgana, hasta que sus dos pezones se endurecieron. Ella tomó enseguida las riendas. Besó el cuello de Saúl, mordisqueó su barbilla, le acarició el pecho. Él por su parte, no apartaba las manos del turgente trasero de la joven. Se tumbaron en la alfombra de tapices, en la mitad del salón, y retozaron hasta que ella se situó encima del cuerpo de Saúl. Comenzó a moverse rítmicamente, en un deseo irrefrenable de encontrar el miembro erecto de su acompañante, pero como era de esperar, no obtuvo ningún resultado. Poseído por la vergüenza y la rabia, al ver reconocida su impotencia ante una mujer, Saúl se levantó con violencia y tiró a Morgana al suelo de un solo gesto:

-¡Eres una puta! Sólo he venido a agasajarte una vez y mira lo que me estás haciendo.

Morgana: No escudéis vuestra impotencia bajo una excusa, caballero (risitas). Si fuera capaz de utilizar su pene como Dios manda, no tendría motivos para descalificarme.

Saúl se puso rojo de ira, levantó una mano en el aire para abofetear a la joven y en un espasmo que bien podría haber sido un paso de tango, cayó desplomado al suelo, inerte como una piedra.

Morgana se reía sin parar, con la boca muy abierta y la cabeza inclinada forzosamente hacia atrás. Cogió una silla de madera de roble y colocó el cuerpo vegetal del joven sobre el cojín de pluma. Las rodillas atadas con una cuerda de mimbre a la posadera, la cabeza sobre el respaldo, sujeta con un gran libro extraído de cualquier estantería de la biblioteca y las manos entre los barrotes del respaldo…atadas con una cuerda de violín nueva. La mezcla de hierbas con poder somnífero que Morgana había introducido en la cebada de Saúl, a modo de reductor, había tenido un efecto insospechadamente certero. Cuando el joven se despertó, hallándose inmovilizado y con el trasero al descubierto, todavía desorientado, comenzó a farfullar ciertas blasfemias contra las mujeres recatadas de la alta burguesía, que Morgana, totalmente embargada por su gozo personal, apenas llegó a entreoír.

Morgana: así que usted también toca el tambor con una sola batuta, ¿eh? (las risas de Morgana pudieron escucharse en todos los alrededores de las tierras leonesas).

Se introdujo la batuta en la boca y empapó la punta de saliva.

Morgana: los varones como usted, imposibilitados para ejercer como tal en la cama, han de cambiar las tornas. Sabrá así lo qué sentimos, las putas como yo, al tener un palo largo y duro metido entre las piernas.

Los gritos de Saúl llegaron hasta el lugar más recóndito de la yerma tierra leonesa. Se escucharon toda la noche, pero nadie se acercó a la casa de Morgana.

Al alcanzar la mayoría de edad, tras haber sido violada durante años en los campos de trigo, por su padre y otros segadores, aprendió las artes de la brujería, con el fin de vengarse de todo aquel hombre que osará inmiscuirse en su feminidad. Hacía brebajes con canela y predecía el futuro en los posos del café. Tenía por edad más de doscientos años y sus habilidades llegaban a un perfeccionismo extremo.

Ándense con mucho cuidado, caballeros, y huyan rápidamente de cualquier dama que posea un don que, por extraordinario, resulte demasiado atractivo. Será tan sólo una excusa para embaucarlos.

Todo el mundo sabe que no se puede tocar un violín con tres cuerdas.

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