viernes, 21 de septiembre de 2012

EL FINAL DEL AUSTROHÚNGARO

Palpita la fuente en su blanco final
como tú, paloma, te alzas con tu vuelo
cuando soy yo quien degusta la sal:
ya te olvidarás y limpiarás luego


que, amiga mía, hoy, no eres especial
no servirán a mis oídos tus ruegos
ni de tu boca escucharé yo verdad
que me haga culpable y cambiar de juego.


Que no es más que jugo el alma mía
y estoy ya derretido por tu fruto.
Toma pues, con tu boca y lengua úntalo


Y explótame por fin ya de alegría
que, puta, como tú soy también puto
en mi sola soledad de austrohúngaro.

por SABOYANO INCONCLUSO

jueves, 20 de septiembre de 2012

ALMA NEGRA



CAPÍTULO I

1941, invierno

-Me dijo que estaba libre, Juanillo. Que no era de nadie.

-¿Desde cuándo haces caso a una puta?

Se lo dije tranquilo, mirándole a los ojos. El pobre Esteban tenía toda la cara magullada, un ojo hinchado, la mandíbula desencajada, que le abría la boca dejando caer un hilo de baba rojiza que se filtraba en el suelo de madera. Apenas le entendía al hablar. Los chicos se emplearon bien con él. Le habían dejado hecho una piltrafa. Con la camisa hecha jirones, el pelo despeinado y descalzo, enseñaba ahora el origen del mote por el que todos le conocíamos. El “Tomates” era famoso por no cuidar demasiado sus calcetines. Pero en aquellos tiempos, ¿quién lo hacía? Todos teníamos agujeros en los calcetines, yo incluido, a pesar de mi traje de gamuza francesa. Pero fue el “Tomates” al único al que se le vieron en una verbena.

-¿De verdad que no sabes dónde está “La Remedios”?-volví a preguntar.

-Por favor, Juanillo. Tienes que creerme.

Balbuceaba y se agarraba a mis pantalones. El pobre diablo estaba destrozado. Con cincuenta años, había resistido golpes toda la noche. Decía la verdad, no tenía ni idea del paradero de la “Remedios”. Me estaba manchando los zapatos, pero aún así no perdí los papeles. Me separé de él y en silencio miré a los chicos. Sebas y Daniel, dos bestias pardas con los brazos de acero. Trabajaban en carga y descarga en Tintorería La Esmeralda, una de las tapaderas del Señor Expósito. Ocasionalmente, también hacían trabajos extras para él. Encargarse de Esteban era uno de ellos.

Me puse el chaquetón largo y el sombrero. Me coloqué un cigarrillo en la boca. Miré por última vez a Esteban. Salí de aquella habitación que apestaba a naftalina, cerrando lentamente la puerta. Mientras bajaba las escaleras, empezó la sinfonía de golpes, mezclándose con los silenciosos orgasmos de las parejas que habían alquilado las habitaciones con los falsos libros de familia. Lo matarían allí y luego lo llevarían a la tintorería de Mariano, y se desharían del cadáver con sus productos químicos. Un mal final.  

A mi espalda quedó la “Pensión Orgullo Patrio”, conocida antes como “La niña republicana”, cuando pisé la calle de Hortaleza. Intenté encender una cerilla, pero el viento gélido me las apagaba todas. Me guardé el cigarrillo y caminé al lado de las tiendas de libros y de los demás comercios, con todas esas banderas y águilas y vítores a Franco en los escaparates, y me dirigí a Tribunal, a la Taberna Austrohúngaro. El local, pequeño y con los cristales ahumados, era acogedor y familiar, nada sospechoso y tradicional. Tenía la placa azul y pagaba obedientemente el donativo a Falange. Además, era el cuartel general de don Silvio Expósito, mi jefe. Tras la barra estaba Salvador, el dueño, al que todos llamábamos Austrohúngaro. En realidad, sus padres eran rumanos. Emigraron cuando Salvador era un renacuajo. Nadie en el barrio era capaz de pronunciar su maldito nombre, así que el jefe lo bautizó como Salvador. Su madre murió muy joven y su padre tenía angina de pecho. Ahora él regentaba el bar, lugar donde nos reuníamos todos los hombres de Expósito. Allí le esperábamos o le buscábamos.  Aquella mañana tenía que darle malas noticias.  


-¿Has visto al señor Expósito por aquí?- pregunté a Salvador mientras me servía el café, agua sucia mezclada con moscatel, y el vasito de anís de todas las mañanas.

-No, no lo he visto esta mañana- exclamó con su peculiar acento. Me interrogó con la mirada, pero no se atrevió a preguntarme.

Bebí el café de un trago, seguido del anís y salí. Le buscaría en la estampería de Octavio, en la Plaza Mayor. Si no estaba allí, al menos me encontraría con Jacinto, y él sabría qué hacer con lo que le iba a contar. Estaba llegando a Sol cuando un Hispano-Suiza me cortó el camino. Era el jefe. Con un mínimo gesto, me indicó que subiera, sin bajar la ventanilla. Me senté a su lado, en la parte de atrás, mientras el enorme Jacinto conducía con sus monstruosas manos encima del volante. 

-Hace un frío de cojones- exclamó don Silvio refugiándose en su abrigo de piel. Yo me mantuve en silencio, mientras recorríamos Gran Vía, esperando a que me preguntara sobre el asunto. Sabía que el jefe interpretaba mi silencio como una mala noticia -¿Qué me traes?

-Nada, don Expósito. Ese maldito “Tomates” no ha soltado prenda. Ni rastro de la Remedios.

-¿Eso es todo? ¿No puedes encontrar ni una puta en Madrid?

-Bueno, aún tengo al Ángel vigilando la case de su madre, en Embajadores. Si aparece, él me lo dirá.
Me fastidiaba jugar así mi última carta. Era muy poco, pero sabía que el jefe valoraba mi persistencia.

-No hace falta que te diga lo que me estoy jugando, ¿verdad, Juanillo?- preguntó don Silvio con aquella sonrisa aterradora que dibujaba su rostro cuando quería amenazar. Yo seguí en silencio.- Sabes que la “Remedios” está destinada al Mateo, y que la quiere para mañana por la tarde, después de la corrida. Sabes lo enamorado que está de esa puta. Toda la ciudad sabe que la “Remedios” es del matador. Y no puedo dejar que el “Tomates” me haya chuleado así. No me falles. Quiero a esa puta de vuelta esta noche. Tiene que estar fresca para mañana.

Asentí y miré por la ventanilla. Giraron por San Bernardo y me dejaron al final de la calle. Decidí ir caminando hasta la chatarrería Alonso, a encontrarme con el Angelillo. Había estado toda la noche vigilando la casa de la madre de “Remedios”. Esperaba que el chaval supiera algo, que la hubiera visto. Era un asunto turbio, pero no demasiado difícil. Turbio porque el maldito torero se había enamorado de “Remedios”, la puta más cara de Expósito, y eso podría significar no solo mucho dinero, sino la fama para ella y para su chulo. Una vez que el torero se cansara de ella, Expósito se llenaría los bolsillos, mucho más que con el contrabando, pues todos los hombres de gran fortuna la querrían, por no hablar del chantaje que podría hacerle. La querida de un torero siempre es un buen partido para una noche. Y fácil porque no sería demasiado complicado convencer a la “Remedios” para que volviera al redil. Si no quería empezar de nuevo haciendo pajas en la oscuridad de las dobles sesiones de los teatros, le interesaba aguantar una tarde más al torero. Es posible que la pegara y que la hiciera cosas terribles. De hecho, aún recuerdo cómo acabó la “Remedios” la primera vez que la compró el Mateo. Pero era mucho más conveniente para una puta aguantar un par de palos de vez en cuando que darse a la aventura. Sobre todo en los tiempos que corrían. Una puta con la cabeza hueca no sólo era peligrosa para ella misma, sino para todo el que la rodeaba.


      
La chatarrería Alonso era un solar con muro raquítico y puertas oxidadas que a duras penas se mantenía haciendo un feo en la calle. El “tuercas”, Víctor Alonso, dueño de aquel amasijo de chatarra, estaba comiendo un boniato y unas castañas, acompañadas de aguardiente, sentado en la puerta de latón, cerrada con cadena y candado. Le pregunté qué hacía allí.

-Tu maldito chiquillo, el Ángel, que vuelve a llegar tarde- me dijo con la boca llena, escupiendo trozos masticados de castaña. –Le dejé la llave del candado para que se quedara toda la noche, y he venido por la mañana y no estaba…

Callé y le miré con seriedad. La ausencia de Ángel era buena señal: seguro que había dado con la Remedios y ahora mismo la estaba siguiendo.

-¿No ha dejado ningún mensaje?- le pregunté.

-Sí, he encontrado este papel escrito, escondido en su hato. Como no sé leer, no te he dicho nada…

Me tendió un papel oscuro y acartonado, con un par de garabatos que indudablemente pertenecían a la irregular escritura de Ángel. Escuetamente, me notificaba que había encontrado a la Remedios y que la había seguido. Me ponía la dirección a donde se había dirigido: el prostíbulo de Petra.

Antes de decírselo al jefe, me decidí a acercarme e intentar recuperar a la Remedios de manos de aquella vieja arpía que nos estaba haciendo la competencia en lo que a chicas se refería.

Mi tocayo, Juan el “Escabeche”, como todos le conocíamos, era un maromo de dos metros y pico de altura, calvo y sin cuello, brazos como barriles, mirada perdida y torva. Siempre vestía con una camisa blanca con tirantes negros que sostenían un pantalón de pana marrón. Esa mañana llevaba un chaquetón roído. Ex campeón de halterofilia, guardaba el putiferio de la Petra, un caserón de estilo gótico, a la catalana, con madera y cementos muy baratos, cristales mínimos y ahumados en unas ventanas anecdóticas que solo se abrían cuando el cliente era despachado, para ventilar el olor a vinagre impregnado en paredes y sábanas que la Petra se encargaba de disimular con jabón de lavanda.

Si la Petra tenía allí escondida a la “Remedios”, era una declaración de guerra contra Silvio. Por no decir que lo más seguro es que tuvieran retenido al Angelillo.

Iba a ser difícil despachar al “Escabeche”. Allí estaba, con su tripón enorme, bloqueando la entrada principal. Sería muy tonto si intentara entrar por allí. Tendría que colarme por el patio de atrás. Di la vuelta a la manzana y la irregular tapia del caserón me daba una oportunidad única. Me encaramé allí donde la tapia era más baja, intentando no clavarme los cristales. De un salto, movido por el moscatel y el anís retumbando como único alimento en mi estómago, estaba al otro lado de la tapia, en un patio de vecinos pequeño, empedrado, con una higuera raquítica en el centro y un banco negro de forja de estilo Gaudí. "Maldita catalana", pensé, todo allí rezumaba a “pantumaca”.  Entré por las cocinas forzando una puerta de cristal. En los primeros pisos se podía distinguir la labor de las prostitutas, como el coro pícaro de una gleba de querubines. Pero esos gritos no eran a los que estaba acostumbrado. No eran los gritos fingidos y traviesos del sexo comprado, sino los del dolor y la jarana, como los gritos del frente que siempre quise olvidar. Los gritos veraces de la muerte y la desesperación. Subí las escaleras lo más silencioso que pude, pero no pude por menos de arrancarles quejidos de madera, arrimado a la pared por la que se desconchaban pequeños jirones de cal seca.

El primer piso tenía un pequeño hall con sillas señoriales, donde esperaban los clientes a que una de las chicas saliera a por ellos, o donde hacían su pasarela todas las chicas en nómina si el cliente era de más alto postín. Allí tenían atado a una viga a Ángel, desnudo, con los brazos extendidos y las piernas penduleando sobre un charco de sangre. En un principio, lo reconocí por su pelo rojizo e inconfundible, por sus pecas marrones sobre esa piel rosada. Pero fijándome más, desnudo, el inocente y alumno aventajado Angelillo distaba mucho de ser lo que había aparentado siempre: un muchacho. Desnudo, o mejor dicho, desnuda, allí colgada, como los restos de una matanza de pueblo, Ángel resultó ser Ángela, una muchacha con el pelo corto como un muchacho, con pequeños pechos y turgentes muslos, caderas estrechas y vagina enrojecida.



Verdaderamente me llevé una gran sorpresa. Primero, por descubrir que el chico que trabajaba para mí en numerosos recados a cambio de una perra gorda, era en realidad una chica de diecinueve años, que se hacía pasar por un chico. Nos había engañado a todos. Pero lo que más me sorprendió era el estado en que se encontraba, toda amarotada y sanguinolenta, con un ojo morado e hinchado. Más de ocho mujeres ropa interior la estaban azotando con telas de esparto y golpeando con la mano abierta. Una de ellas estaba de rodillas, introduciéndole un enorme cetro de madera  entre sus nalgas. Ángel, mejor dicho, Ángela, estaba inconsciente, con la cabeza sobre el pecho, con su rostro amortajado y desencajado. La señora Petra estaba al fondo, dirigiendo la tortura.

Tal era mi estado de estupor, que no me di cuenta de que hice sonar las tablas bajo la alfombra que pisaba. Todas las prostitutas se detuvieron y se percataron de mi presencia. Dejaron su actividad y me miraron, congeladas. Creo que era el rostro de Petra el más perplejo. Todos estábamos en silencio, in fraganti, sin saber muy bien qué hacer, en un estado hipnótico. Tampoco oí los pasos de gigantón a mi espalda, ni el brazo de el “Escabeche” cayendo sobre mi nuca. Lo último que vi fue el brillo de uno de los ojos de Ángela, que se abría horrorizado ante aquella situación. Caí en el negro más profundo.