CAPÍTULO I
1941, invierno
-Me dijo que estaba libre, Juanillo. Que no era de nadie.
-¿Desde cuándo haces caso a una puta?
Se lo dije tranquilo, mirándole a los ojos. El pobre Esteban
tenía toda la cara magullada, un ojo hinchado, la mandíbula desencajada, que le
abría la boca dejando caer un hilo de baba rojiza que se filtraba en el suelo
de madera. Apenas le entendía al hablar. Los chicos se emplearon bien con él.
Le habían dejado hecho una piltrafa. Con la camisa hecha jirones, el pelo
despeinado y descalzo, enseñaba ahora el origen del mote por el que todos le
conocíamos. El “Tomates” era famoso por no cuidar demasiado sus calcetines.
Pero en aquellos tiempos, ¿quién lo hacía? Todos teníamos agujeros en los
calcetines, yo incluido, a pesar de mi traje de gamuza francesa. Pero fue el
“Tomates” al único al que se le vieron en una verbena.
-¿De verdad que no sabes dónde está “La Remedios”?-volví a
preguntar.
-Por favor, Juanillo. Tienes que creerme.
Balbuceaba y se agarraba a mis pantalones. El pobre diablo estaba
destrozado. Con cincuenta años, había resistido golpes toda la noche. Decía la
verdad, no tenía ni idea del paradero de la “Remedios”. Me estaba manchando los
zapatos, pero aún así no perdí los papeles. Me separé de él y en silencio miré
a los chicos. Sebas y Daniel, dos bestias pardas con los brazos de acero.
Trabajaban en carga y descarga en Tintorería La Esmeralda, una de las tapaderas
del Señor Expósito. Ocasionalmente, también hacían trabajos extras para él.
Encargarse de Esteban era uno de ellos.
Me puse el chaquetón largo y el sombrero. Me coloqué un
cigarrillo en la boca. Miré por última vez a Esteban. Salí de aquella
habitación que apestaba a naftalina, cerrando lentamente la puerta. Mientras
bajaba las escaleras, empezó la sinfonía de golpes, mezclándose con los
silenciosos orgasmos de las parejas que habían alquilado las habitaciones con
los falsos libros de familia. Lo matarían allí y luego lo llevarían a la
tintorería de Mariano, y se desharían del cadáver con sus productos químicos.
Un mal final.
A mi espalda quedó la “Pensión Orgullo Patrio”, conocida
antes como “La niña republicana”, cuando pisé la calle de Hortaleza. Intenté
encender una cerilla, pero el viento gélido me las apagaba todas. Me guardé el
cigarrillo y caminé al lado de las tiendas de libros y de los demás comercios,
con todas esas banderas y águilas y vítores a Franco en los escaparates, y me dirigí
a Tribunal, a la Taberna Austrohúngaro. El local, pequeño y con los cristales
ahumados, era acogedor y familiar, nada sospechoso y tradicional. Tenía la
placa azul y pagaba obedientemente el donativo a Falange. Además, era el
cuartel general de don Silvio Expósito, mi jefe. Tras la barra estaba Salvador,
el dueño, al que todos llamábamos Austrohúngaro. En realidad, sus padres eran
rumanos. Emigraron cuando Salvador era un renacuajo. Nadie en el barrio era
capaz de pronunciar su maldito nombre, así que el jefe lo bautizó como
Salvador. Su madre murió muy joven y su padre tenía angina de pecho. Ahora él
regentaba el bar, lugar donde nos reuníamos todos los hombres de Expósito. Allí
le esperábamos o le buscábamos. Aquella
mañana tenía que darle malas noticias.
-¿Has visto al señor Expósito por aquí?- pregunté a Salvador
mientras me servía el café, agua sucia mezclada con moscatel, y el vasito de
anís de todas las mañanas.
-No, no lo he visto esta mañana- exclamó con su peculiar
acento. Me interrogó con la mirada, pero no se atrevió a preguntarme.
Bebí el café de un trago, seguido del anís y salí. Le
buscaría en la estampería de Octavio, en la Plaza Mayor. Si no estaba allí, al
menos me encontraría con Jacinto, y él sabría qué hacer con lo que le iba a
contar. Estaba llegando a Sol cuando un Hispano-Suiza me cortó el camino. Era
el jefe. Con un mínimo gesto, me indicó que subiera, sin bajar la ventanilla.
Me senté a su lado, en la parte de atrás, mientras el enorme Jacinto conducía
con sus monstruosas manos encima del volante.
-Hace un frío de cojones- exclamó don Silvio refugiándose en
su abrigo de piel. Yo me mantuve en silencio, mientras recorríamos Gran Vía,
esperando a que me preguntara sobre el asunto. Sabía que el jefe interpretaba
mi silencio como una mala noticia -¿Qué me traes?
-Nada, don Expósito. Ese maldito “Tomates” no ha soltado
prenda. Ni rastro de la Remedios.
-¿Eso es todo? ¿No puedes encontrar ni una puta en Madrid?
-Bueno, aún tengo al Ángel vigilando la case de su madre, en
Embajadores. Si aparece, él me lo dirá.
Me fastidiaba jugar así mi última carta. Era muy poco, pero
sabía que el jefe valoraba mi persistencia.
-No hace falta que te diga lo que me estoy jugando, ¿verdad,
Juanillo?- preguntó don Silvio con aquella sonrisa aterradora que dibujaba su
rostro cuando quería amenazar. Yo seguí en silencio.- Sabes que la “Remedios”
está destinada al Mateo, y que la quiere para mañana por la tarde, después de
la corrida. Sabes lo enamorado que está de esa puta. Toda la ciudad sabe que la
“Remedios” es del matador. Y no puedo dejar que el “Tomates” me haya chuleado
así. No me falles. Quiero a esa puta de vuelta esta noche. Tiene que estar
fresca para mañana.
Asentí y miré por la ventanilla. Giraron por San Bernardo y
me dejaron al final de la calle. Decidí ir caminando hasta la chatarrería
Alonso, a encontrarme con el Angelillo. Había estado toda la noche vigilando la
casa de la madre de “Remedios”. Esperaba que el chaval supiera algo, que la
hubiera visto. Era un asunto turbio, pero no demasiado difícil. Turbio porque el
maldito torero se había enamorado de “Remedios”, la puta más cara de Expósito,
y eso podría significar no solo mucho dinero, sino la fama para ella y para su
chulo. Una vez que el torero se cansara de ella, Expósito se llenaría los
bolsillos, mucho más que con el contrabando, pues todos los hombres de gran
fortuna la querrían, por no hablar del chantaje que podría hacerle. La querida
de un torero siempre es un buen partido para una noche. Y fácil porque no sería
demasiado complicado convencer a la “Remedios” para que volviera al redil. Si
no quería empezar de nuevo haciendo pajas en la oscuridad de las dobles
sesiones de los teatros, le interesaba aguantar una tarde más al torero. Es
posible que la pegara y que la hiciera cosas terribles. De hecho, aún recuerdo
cómo acabó la “Remedios” la primera vez que la compró el Mateo. Pero era mucho
más conveniente para una puta aguantar un par de palos de vez en cuando que
darse a la aventura. Sobre todo en los tiempos que corrían. Una puta con la
cabeza hueca no sólo era peligrosa para ella misma, sino para todo el que la
rodeaba.
La chatarrería Alonso era un solar con muro raquítico y
puertas oxidadas que a duras penas se mantenía haciendo un feo en la calle. El
“tuercas”, Víctor Alonso, dueño de aquel amasijo de chatarra, estaba comiendo
un boniato y unas castañas, acompañadas de aguardiente, sentado en la puerta de
latón, cerrada con cadena y candado. Le pregunté qué hacía allí.
-Tu maldito chiquillo, el Ángel, que vuelve a llegar tarde-
me dijo con la boca llena, escupiendo trozos masticados de castaña. –Le dejé la
llave del candado para que se quedara toda la noche, y he venido por la mañana
y no estaba…
Callé y le miré con seriedad. La ausencia de Ángel era buena
señal: seguro que había dado con la Remedios y ahora mismo la estaba siguiendo.
-¿No ha dejado ningún mensaje?- le pregunté.
-Sí, he encontrado este papel escrito, escondido en su hato.
Como no sé leer, no te he dicho nada…
Me tendió un papel oscuro y acartonado, con un par de
garabatos que indudablemente pertenecían a la irregular escritura de Ángel. Escuetamente,
me notificaba que había encontrado a la Remedios y que la había seguido. Me
ponía la dirección a donde se había dirigido: el prostíbulo de Petra.
Antes de decírselo al jefe, me decidí a acercarme e intentar
recuperar a la Remedios de manos de aquella vieja arpía que nos estaba haciendo
la competencia en lo que a chicas se refería.
Mi tocayo, Juan el “Escabeche”, como todos le conocíamos,
era un maromo de dos metros y pico de altura, calvo y sin cuello, brazos como
barriles, mirada perdida y torva. Siempre vestía con una camisa blanca con tirantes negros que sostenían un pantalón de pana marrón. Esa mañana llevaba un chaquetón roído. Ex campeón de halterofilia, guardaba el
putiferio de la Petra, un caserón de estilo gótico, a la catalana, con madera y
cementos muy baratos, cristales mínimos y ahumados en unas ventanas anecdóticas
que solo se abrían cuando el cliente era despachado, para ventilar el olor a
vinagre impregnado en paredes y sábanas que la Petra se encargaba de disimular
con jabón de lavanda.
Si la Petra tenía allí escondida a la “Remedios”, era una
declaración de guerra contra Silvio. Por no decir que lo más seguro es que
tuvieran retenido al Angelillo.
Iba a ser difícil despachar al “Escabeche”. Allí estaba, con
su tripón enorme, bloqueando la entrada principal. Sería muy tonto si intentara
entrar por allí. Tendría que colarme por el patio de atrás. Di la vuelta a la
manzana y la irregular tapia del caserón me daba una oportunidad única. Me encaramé allí donde la
tapia era más baja, intentando no clavarme los cristales. De un salto, movido
por el moscatel y el anís retumbando como único alimento en mi estómago, estaba
al otro lado de la tapia, en un patio de vecinos pequeño, empedrado, con una higuera
raquítica en el centro y un banco negro de forja de estilo Gaudí. "Maldita
catalana", pensé, todo allí rezumaba a “pantumaca”. Entré por las cocinas forzando una puerta de
cristal. En los primeros pisos se podía distinguir la labor de las prostitutas,
como el coro pícaro de una gleba de querubines. Pero esos gritos no eran a los
que estaba acostumbrado. No eran los gritos fingidos y traviesos del sexo
comprado, sino los del dolor y la jarana, como los gritos del frente que siempre quise olvidar. Los gritos veraces de la muerte y la desesperación. Subí las escaleras lo más silencioso que pude, pero no pude por menos de
arrancarles quejidos de madera, arrimado a la pared por la que se desconchaban
pequeños jirones de cal seca.
El primer piso tenía un pequeño hall con sillas señoriales,
donde esperaban los clientes a que una de las chicas saliera a por ellos, o
donde hacían su pasarela todas las chicas en nómina si el cliente era de más
alto postín. Allí tenían atado a una viga a Ángel, desnudo, con los brazos
extendidos y las piernas penduleando sobre un charco de sangre. En un
principio, lo reconocí por su pelo rojizo e inconfundible, por sus pecas
marrones sobre esa piel rosada. Pero fijándome más, desnudo, el inocente y alumno
aventajado Angelillo distaba mucho de ser lo que había aparentado siempre: un
muchacho. Desnudo, o mejor dicho, desnuda, allí colgada, como los restos de una
matanza de pueblo, Ángel resultó ser Ángela, una muchacha con el pelo corto
como un muchacho, con pequeños pechos y turgentes muslos, caderas estrechas y vagina
enrojecida.
Verdaderamente me llevé una
gran sorpresa. Primero, por descubrir que el chico que trabajaba para mí en
numerosos recados a cambio de una perra gorda, era en realidad una chica de
diecinueve años, que se hacía pasar por un chico. Nos había engañado a todos.
Pero lo que más me sorprendió era el estado en que se encontraba, toda amarotada y sanguinolenta, con un ojo morado e hinchado. Más de ocho
mujeres ropa interior la estaban azotando con telas de esparto y golpeando con la mano abierta. Una de
ellas estaba de rodillas, introduciéndole un enorme cetro de madera entre sus
nalgas. Ángel, mejor dicho, Ángela, estaba inconsciente, con la cabeza sobre el
pecho, con su rostro amortajado y desencajado. La señora Petra estaba al fondo,
dirigiendo la tortura.
Tal era mi estado de estupor, que no me di cuenta de que hice
sonar las tablas bajo la alfombra que pisaba. Todas las prostitutas se
detuvieron y se percataron de mi presencia. Dejaron su actividad y me miraron, congeladas. Creo que era el rostro de Petra el
más perplejo. Todos estábamos en silencio, in fraganti, sin saber muy bien
qué hacer, en un estado hipnótico. Tampoco oí los pasos de gigantón a mi
espalda, ni el brazo de el “Escabeche” cayendo sobre mi nuca. Lo último que vi
fue el brillo de uno de los ojos de Ángela, que se abría horrorizado ante
aquella situación. Caí en el negro más profundo.