CAPÍTULO II
1941, invierno
Ella me miraba desde
la tapia gris y musgosa del cementerio, con sus ojos en blanco, su melena
ardiendo. La lluvia de cardos caía lentamente, y yo flotaba hacia mi tumba, con
los panteones y cruces de mármol pasando bajo mi espalda. La oscuridad blanca
me engulló y me sumergí en las profundidades de la tierra, mientras Amanda me
dirigía una última mirada.
Cuando desperté, la Petra me apuntaba con una Máuser
oxidada, grande y obscena, sostenida por una de sus níveas y arrugadas manos. A su alrededor se desplegaba todo su séquito,
unas doce mujeres de diversas edades, todas en bata (se habían cubierto las
vergüenzas), algunas más guapas y delgadas que otras. La mayoría hermosas.
Petra tenía una buena plantilla. Por algo sus chicas eran las más disputadas de
Madrid. Vi a la “Remedios” al fondo, escondiéndose de mi mirada de rencor tras
una de sus compañeras. El “Escabeche” resoplaba al lado de su ama, dirigiéndome
unas miradas perdidas, sin mucho sentido aparente. Me moví y descubrí que no
estaba atado, simplemente sentado en una de las butacas rococó. La miré
sorprendido.
-No te hemos atado- exclamó Petra mientras esgrimía con fuerza
la pistola. Sabía que me dejaba claro este asunto para hacerme notar que yo no
era un preso en su casa. Los dos sabíamos que podía desarmarla con un par de
gestos, pero estuve a su merced cuando estuve inconsciente y nada me hicieron. Debía tomarme aquello como una invitación a
las negociaciones, a pesar de que Angelilla seguía atada y malherida al fondo. Recobrándome
del golpe en la nuca del Escabeche, me incorporé en el asiento y hablé
dirigiéndome a todas.
-Os voy a ser sincero. De nada sirve que os mienta a estas
alturas de la película. Esconder a la “Remedios” ha sido una declaración de
guerra al señor Expósito. Si no doy señales de vida, sus hombres tirarán abajo
la puerta y os matarán.
Petra me miró y asintió. Bajó el arma y se la pasó al
Escabeche. Se cruzó de brazos y me habló sin temblar.
-Queremos dejar de trabajar para el señor Expósito.
-Eso es imposible.
-Queremos todo lo que ganamos. No le debemos nada a tu jefe.
No tenemos porqué seguirle dando tributo. Ni porqué aguantar a sus bestias cada
fin de semana. No dedicamos a lo que nos dedicamos. Somos las mejores y no tenemos
que darles servicio gratis. Aunque tengamos que luchar, no volveremos al redil
de Expósito.
Suspiré. Lo que pedían era imposible, atentaba contra la
tradición de las leyes de la calle desde que la guerra terminó. El hampa había
creado una estabilidad que el gobierno no había podido establecer. Lo que
querían aquellas putas iba a romper toda la hegemonía del señor Expósito. Y eso
traería de nuevo la sangre a las calles.
-Tú vas a ser nuestro aval y mensajero- continuó Petra. – En
la calle se dice que eres un hombre honrado, a pesar de trabajar para Expósito.
Desatadla.
Mientras tres de sus chicas desataban, posaban en el suelo
suavemente y cubrían con una gruesa manta a la inconsciente Ángela, el
Escabeche me levantó en vilo, me colocó mi abrigo por encima de los hombros y
me acompañó con rudeza hasta la puerta, sosteniéndome en cada escalón.
El viento helado de la calle me golpeó un rostro
congestionado y una cabeza abotagada. Llevaba a Ángela en mis brazos, como una
de aquellas Vírgenes de madera cromada que llevaban a su Cristo en Semana
Santa. Tropezábamos por la acera, en la
mañana fría, esquivando la mirada desaprobadora de unos transeúntes ya
desacostumbrados a ver la sangre de las heridas. Esta vez necesitaba de verdad
un cigarro, pero no podía encenderme ninguno con Ángela inconsciente en mis
brazos
No sabía a dónde ir. No podía ir a donde el Austrohúngaro.
Nadie podía saber que Ángel era Ángela; nadie debía saber mi debilidad ante la
Petra; ni que sus putas estaban dispuestas a comenzar una revolución. Eso
desestabilizaría todo, el negocio se acabaría y volverían las armas a las
calles. Tenía que arreglar aquel asunto por mi cuenta. Estaba solo.
Y cuando estaba solo siempre iba a ver a la hermana Marta,
una anciana de 59 años, mermada por los inviernos duros que había vivido, de
rostro angelical y mirada cristalina y severa. Ella me había curado las
rodillas desolladas de pequeño y algún balazo de mayor. Cuando las iglesias
empezaron a arder en Madrid, justo antes de la guerra, le salvé el pellejo un
par de veces. Marta había sido como mi madre, no podía dejar que una turba
enfervorecida de “tovarich” castizos acabase con ella. La refugié en mi casa.
Nadie sospechó que un afiliado de la CNT escondía a una monja.
Marta vivía en un bajo en la calle Pez. Cuando llamé a la
puerta, nos abrió con lentitud y su rostro apenas cambió al verme con Ángela.
En camisón y sin mediar palabra, me indicó que entrase. Coloqué a Ángela en su cama, mientras ella
sacaba su botiquín, empapaba algodones en yodo y los aplicaba cuidadosamente en
las heridas de la muchacha. Desde el resquicio de la ventana, Fausto, el
también anciano gato de Marta, observaba la escena como había observado otras
muchas. Yo me senté en la única butaca
que había, al lado de una mesa camilla con una enorme radio, en aquella
diminuta sala cubierta de estampas y santos en la que vivía Marta. Fausto,
estirando todas sus patas en una danza perezosa, se acercó donde estaba sentado
y de un seguro salto, se acomodó en mi regazo. La pasé la mano por el
pronunciado espinazo. Cuando Marta retiró la manta en la que estaba envuelta la
muchacha y descubrió su desnudez femenina, me miró indecisa.
-Este niño se escapó hace unos años de la Casa de Auxilio en
la que trabajo. El Angelillo siempre fue un culo inquieto. No sabía que en la
calle se convertían en escuálidas muchachas- exclamó para sí misma, pero
mirándome. Y se dirigió a la encimera con grifo para lavarse las manos antes de
vendar a la chica, murmurando quejas sobre los tiempos en los que vivíamos. Una
vez Ángela estaba vendada y ya no corría peligro, salí sin responder la
interrogadora mirada de Marta. Desde muchacho, se había hecho a mis silencios,
pero nunca había dejado de interrogarme con sus ojos. Ni siquiera se atrevió a
juzgarme cuando Amanda tuvo que morir en aquella fría tapia del cementerio de
San Isidro. Me dio asilo las semanas después de su muerte, cocinando las
estupendas sopas de ajo, en silencio, desvelando con sus ojos la carroña de mi
alma. Algún día respondería todas aquellas preguntas, cuando fuera capaz yo
mismo de responderlas.
Salí eléctrico a la calle. Me dirigí a la taberna con
cuidado, vigilando desde la esquina. El garito de Salvador se había convertido
en una especie de polvorín, lleno de hombres con gabardinas, guantes y
sombreros, armados hasta los dientes. Hubiera sido una locura entrar y
persuadirles de que dejasen en paz a las putas. Sobre todo en ese preciso
instante, cuando Jacinto, el “cojo”, la mano derecha de Expósito, arengaba a
sus hombres recién sacados de las zanjas y de las obras del barrio. Tenía que
actuar antes de que se disparase un solo tiro. ¿Qué decía siempre mi sargento? “Sé
el primero en comenzar el fuego”. Y así lo hice.
Entré de nuevo en la casa de la Petra, sin impedimentos,
pues el “Escabeche” estaba en el piso de arriba, escondido tras un montón de
muebles apilados, armado con una escopeta enorme. La Petra estaba a su lado,
con su Máuser. Las chicas estaban armadas con palos, cuchillos, tijeras de
costurera, más asustadas que amenazantes, tras la barricada improvisada. Realmente
estaban dispuestas a todo.
-Escuchadme bien- me dirigí a todas con seguridad.- Los
hombres de Expósito no me han escuchado. Se acercan aquí armados y dispuestos a
espoliar esta casa. Os propongo lo siguiente.
Esta vez, me dirigí exclusivamente a la Petra.
-Os vais a ir de Madrid. Recoged todo y preparaos. Esta
noche la pasaréis en una Casa de Auxilio y mañana temprano mi amigo Víctor “el
tuercas” os llevará a Barcelona. Allí empezaréis a trabajar desde cero. Yo os
prestaré algo de dinero que tengo ahorrado. Consideradlo un regalo por no
haberme matado. Todas llevaréis papeles falsos. Desde mañana, vuestras
identidades serán otras.
La Petra se mantuvo en silencio un momento. Casi podía oír
el mecanismo de su mente moviéndose a toda velocidad. Al final, bajó el rostro
y en murmullos ordenó a las chicas que hicieran lo que yo decía. Ni siquiera yo
sabía si aquello iba a salir bien, pero al menos aplazaría el derramamiento de
sangre. La Petra era una mujer lista. Sabía que era la mejor opción.
El equipaje de una puta no es muy pesado. En menos de media
hora salieron del edificio. Tomé un barril de gasolina que había en el sótano y
lo derramé por las escaleras y el primer piso. Encendí un cigarrillo, le di dos
caladas y lo lancé al líquido. Todo se convirtió en una bola de fuego.
Le di las señas de la Casa de Auxilio al “Escabeche” para
que se llevara a las chicas esa noche. Diez minutos después, cuando la casa se
derrumbaba en un mar de llamas, llegaron los hombres de Expósito, seguidos de
los bomberos y la guardia civil, para evitar que el fuego se extendiese. Jacinto
ordenó a los hombres que se dispersaran y se dirigió a mí con sobresalto, cuando
la casa de la Petra solo era un montón de cimientos humeantes.
-¿Qué ha pasado aquí?- me gritó, pidiéndome explicaciones,
resaltando en la pregunta que sabía más de lo que parecía.
-¿Quién iba a decir que un puñado de putas fueran tan
listas?- exclamé mientras me encogía de hombros.
Jacinto no siguió preguntando, con su mirada sibilina de
águila, pero desde ese día, Expósito sospechó de mí. Haber ayudado a las chicas
de la Petra fue el comienzo de mi caída. Cuando recibí a las dos semanas un
cheque de parte de la Petra con un diez por ciento de los beneficios que
estaban consiguiendo en Barcelona, no podía creerme que en unos años habría
deseado que se hubieran quemado con la casa.
[CONTINUARÁ]