miércoles, 17 de octubre de 2012

ALMA NEGRA

CAPÍTULO II

1941, invierno




Ella me miraba desde la tapia gris y musgosa del cementerio, con sus ojos en blanco, su melena ardiendo. La lluvia de cardos caía lentamente, y yo flotaba hacia mi tumba, con los panteones y cruces de mármol pasando bajo mi espalda. La oscuridad blanca me engulló y me sumergí en las profundidades de la tierra, mientras Amanda me dirigía una última mirada.




Cuando desperté, la Petra me apuntaba con una Máuser oxidada, grande y obscena, sostenida por una de sus níveas y arrugadas manos.  A su alrededor se desplegaba todo su séquito, unas doce mujeres de diversas edades, todas en bata (se habían cubierto las vergüenzas), algunas más guapas y delgadas que otras. La mayoría hermosas. Petra tenía una buena plantilla. Por algo sus chicas eran las más disputadas de Madrid. Vi a la “Remedios” al fondo, escondiéndose de mi mirada de rencor tras una de sus compañeras. El “Escabeche” resoplaba al lado de su ama, dirigiéndome unas miradas perdidas, sin mucho sentido aparente. Me moví y descubrí que no estaba atado, simplemente sentado en una de las butacas rococó. La miré sorprendido.
-No te hemos atado- exclamó Petra mientras esgrimía con fuerza la pistola. Sabía que me dejaba claro este asunto para hacerme notar que yo no era un preso en su casa. Los dos sabíamos que podía desarmarla con un par de gestos, pero estuve a su merced cuando estuve inconsciente y nada me hicieron.  Debía tomarme aquello como una invitación a las negociaciones, a pesar de que Angelilla seguía atada y malherida al fondo. Recobrándome del golpe en la nuca del Escabeche, me incorporé en el asiento y hablé dirigiéndome a todas.
-Os voy a ser sincero. De nada sirve que os mienta a estas alturas de la película. Esconder a la “Remedios” ha sido una declaración de guerra al señor Expósito. Si no doy señales de vida, sus hombres tirarán abajo la puerta y os matarán.
Petra me miró y asintió. Bajó el arma y se la pasó al Escabeche. Se cruzó de brazos y me habló sin temblar.
-Queremos dejar de trabajar para el señor Expósito.
-Eso es imposible.
-Queremos todo lo que ganamos. No le debemos nada a tu jefe. No tenemos porqué seguirle dando tributo. Ni porqué aguantar a sus bestias cada fin de semana. No dedicamos a lo que nos dedicamos. Somos las mejores y no tenemos que darles servicio gratis. Aunque tengamos que luchar, no volveremos al redil de Expósito.
Suspiré. Lo que pedían era imposible, atentaba contra la tradición de las leyes de la calle desde que la guerra terminó. El hampa había creado una estabilidad que el gobierno no había podido establecer. Lo que querían aquellas putas iba a romper toda la hegemonía del señor Expósito. Y eso traería de nuevo la sangre a las calles.
-Tú vas a ser nuestro aval y mensajero- continuó Petra. – En la calle se dice que eres un hombre honrado, a pesar de trabajar para Expósito. Desatadla.
Mientras tres de sus chicas desataban, posaban en el suelo suavemente y cubrían con una gruesa manta a la inconsciente Ángela, el Escabeche me levantó en vilo, me colocó mi abrigo por encima de los hombros y me acompañó con rudeza hasta la puerta, sosteniéndome en cada escalón. 



El viento helado de la calle me golpeó un rostro congestionado y una cabeza abotagada. Llevaba a Ángela en mis brazos, como una de aquellas Vírgenes de madera cromada que llevaban a su Cristo en Semana Santa.  Tropezábamos por la acera, en la mañana fría, esquivando la mirada desaprobadora de unos transeúntes ya desacostumbrados a ver la sangre de las heridas. Esta vez necesitaba de verdad un cigarro, pero no podía encenderme ninguno con Ángela inconsciente en mis brazos
No sabía a dónde ir. No podía ir a donde el Austrohúngaro. Nadie podía saber que Ángel era Ángela; nadie debía saber mi debilidad ante la Petra; ni que sus putas estaban dispuestas a comenzar una revolución. Eso desestabilizaría todo, el negocio se acabaría y volverían las armas a las calles. Tenía que arreglar aquel asunto por mi cuenta. Estaba solo.
Y cuando estaba solo siempre iba a ver a la hermana Marta, una anciana de 59 años, mermada por los inviernos duros que había vivido, de rostro angelical y mirada cristalina y severa. Ella me había curado las rodillas desolladas de pequeño y algún balazo de mayor. Cuando las iglesias empezaron a arder en Madrid, justo antes de la guerra, le salvé el pellejo un par de veces. Marta había sido como mi madre, no podía dejar que una turba enfervorecida de “tovarich” castizos acabase con ella. La refugié en mi casa. Nadie sospechó que un afiliado de la CNT escondía a una monja.
Marta vivía en un bajo en la calle Pez. Cuando llamé a la puerta, nos abrió con lentitud y su rostro apenas cambió al verme con Ángela. En camisón y sin mediar palabra, me indicó que entrase.  Coloqué a Ángela en su cama, mientras ella sacaba su botiquín, empapaba algodones en yodo y los aplicaba cuidadosamente en las heridas de la muchacha. Desde el resquicio de la ventana, Fausto, el también anciano gato de Marta, observaba la escena como había observado otras muchas.  Yo me senté en la única butaca que había, al lado de una mesa camilla con una enorme radio, en aquella diminuta sala cubierta de estampas y santos en la que vivía Marta. Fausto, estirando todas sus patas en una danza perezosa, se acercó donde estaba sentado y de un seguro salto, se acomodó en mi regazo. La pasé la mano por el pronunciado espinazo. Cuando Marta retiró la manta en la que estaba envuelta la muchacha y descubrió su desnudez femenina, me miró indecisa.

-Este niño se escapó hace unos años de la Casa de Auxilio en la que trabajo. El Angelillo siempre fue un culo inquieto. No sabía que en la calle se convertían en escuálidas muchachas- exclamó para sí misma, pero mirándome. Y se dirigió a la encimera con grifo para lavarse las manos antes de vendar a la chica, murmurando quejas sobre los tiempos en los que vivíamos. Una vez Ángela estaba vendada y ya no corría peligro, salí sin responder la interrogadora mirada de Marta. Desde muchacho, se había hecho a mis silencios, pero nunca había dejado de interrogarme con sus ojos. Ni siquiera se atrevió a juzgarme cuando Amanda tuvo que morir en aquella fría tapia del cementerio de San Isidro. Me dio asilo las semanas después de su muerte, cocinando las estupendas sopas de ajo, en silencio, desvelando con sus ojos la carroña de mi alma. Algún día respondería todas aquellas preguntas, cuando fuera capaz yo mismo de responderlas. 


Salí eléctrico a la calle. Me dirigí a la taberna con cuidado, vigilando desde la esquina. El garito de Salvador se había convertido en una especie de polvorín, lleno de hombres con gabardinas, guantes y sombreros, armados hasta los dientes. Hubiera sido una locura entrar y persuadirles de que dejasen en paz a las putas. Sobre todo en ese preciso instante, cuando Jacinto, el “cojo”, la mano derecha de Expósito, arengaba a sus hombres recién sacados de las zanjas y de las obras del barrio. Tenía que actuar antes de que se disparase un solo tiro. ¿Qué decía siempre mi sargento? “Sé el primero en comenzar el fuego”. Y así lo hice.
Entré de nuevo en la casa de la Petra, sin impedimentos, pues el “Escabeche” estaba en el piso de arriba, escondido tras un montón de muebles apilados, armado con una escopeta enorme. La Petra estaba a su lado, con su Máuser. Las chicas estaban armadas con palos, cuchillos, tijeras de costurera, más asustadas que amenazantes, tras la barricada improvisada. Realmente estaban dispuestas a todo.
-Escuchadme bien- me dirigí a todas con seguridad.- Los hombres de Expósito no me han escuchado. Se acercan aquí armados y dispuestos a espoliar esta casa. Os propongo lo siguiente.
Esta vez, me dirigí exclusivamente a la Petra.
-Os vais a ir de Madrid. Recoged todo y preparaos. Esta noche la pasaréis en una Casa de Auxilio y mañana temprano mi amigo Víctor “el tuercas” os llevará a Barcelona. Allí empezaréis a trabajar desde cero. Yo os prestaré algo de dinero que tengo ahorrado. Consideradlo un regalo por no haberme matado. Todas llevaréis papeles falsos. Desde mañana, vuestras identidades serán otras.
La Petra se mantuvo en silencio un momento. Casi podía oír el mecanismo de su mente moviéndose a toda velocidad. Al final, bajó el rostro y en murmullos ordenó a las chicas que hicieran lo que yo decía. Ni siquiera yo sabía si aquello iba a salir bien, pero al menos aplazaría el derramamiento de sangre. La Petra era una mujer lista. Sabía que era la mejor opción.


El equipaje de una puta no es muy pesado. En menos de media hora salieron del edificio. Tomé un barril de gasolina que había en el sótano y lo derramé por las escaleras y el primer piso. Encendí un cigarrillo, le di dos caladas y lo lancé al líquido. Todo se convirtió en una bola de fuego.
Le di las señas de la Casa de Auxilio al “Escabeche” para que se llevara a las chicas esa noche. Diez minutos después, cuando la casa se derrumbaba en un mar de llamas, llegaron los hombres de Expósito, seguidos de los bomberos y la guardia civil, para evitar que el fuego se extendiese. Jacinto ordenó a los hombres que se dispersaran y se dirigió a mí con sobresalto, cuando la casa de la Petra solo era un montón de cimientos humeantes.
-¿Qué ha pasado aquí?- me gritó, pidiéndome explicaciones, resaltando en la pregunta que sabía más de lo que parecía.
-¿Quién iba a decir que un puñado de putas fueran tan listas?- exclamé mientras me encogía de hombros.
Jacinto no siguió preguntando, con su mirada sibilina de águila, pero desde ese día, Expósito sospechó de mí. Haber ayudado a las chicas de la Petra fue el comienzo de mi caída. Cuando recibí a las dos semanas un cheque de parte de la Petra con un diez por ciento de los beneficios que estaban consiguiendo en Barcelona, no podía creerme que en unos años habría deseado que se hubieran quemado con la casa. 

[CONTINUARÁ]