miércoles, 17 de agosto de 2011

ESPECIAL JMJ 2011

UNA VOZ QUE ES UN PUÑO

Aún recuerdas ese calor húmedo que te baja por el vientre hasta los muslos. Aún recuerdas el olor del sudor mezclado con el de la adrenalina, el tacto de su espalda arrugada por tus uñas. Aún sientes cómo se te congela el aliento ante tanto fervor, ante tanta avidez. Sin embargo, todo aquello no viene acompañado por esa satisfacción que llenaba el hueco del deseo, si no por una náusea y un desasosiego irrefrenables, inconsolables. Te gustaría que todo siguiera como hace dos años, cuando descubriste de qué pasta estaba hecho el mundo.

Aún recuerdas la tarde en que tu amiga, la pequeña Millie, y tú fuisteis ansiosas al estreno de aquella película. Llevabais medio año viendo tráileres, fotografías promocionales y leyendo en foros sobre la nueva película de ese superhéroe en mallas. Cuando os enterasteis de qué actor iba a interpretar el papel protagonista (ese tan guapo y joven, que salía en todas las revistas de moda) y visteis las primeras fotos enfundado en el traje apretado, insinuando los músculos, con esa expresión canalla, pero a la vez ingenua, suspirasteis tanto que pensabais que os ibais a morir. Desde entonces, lo deseaste por las noches, soñabas con él, te quitaba el apetito y decoraba tus cuadernos. Tus padres se desesperaban viéndote siempre ausente, con la mirada encendida y perdida en un punto oculto. Te gritaban al principio. Después, tras varias conversaciones con los padres de Millie y de otras compañeras de tu edad, la tranquilidad volvió y te dejaron en paz. Al fin y al cabo, no eráis más que unas niñas de 14 años.

La primera vez que te masturbaste no sabías lo que hacías. Después de cenar, cuando las gaviotas gritaban al sol para que no desapareciese por la línea del mar, te tumbaste en la cama, con aquella foto enorme en alta calidad del actor clavada con chinchetas al techo, con su llamativo traje, en una pose imposible que tensaba todos sus músculos, mientras atravesaba los rascacielos de Estados Unidos. Te fijaste en sus pectorales, en sus abdominales, en cómo se insinuaba el paquete, en aquella protuberancia igual a la de los otro chicos del pueblo, donde tus ojos se dirigían inconscientemente en las clases de natación, y que intentabas disimular cuando el monitor gritaba tu nombre. Ahora estabas sola, podías mirarlo todo lo que quisieras, imaginarlo muy cerca de ti, inundándote. Podías haber recurrido a internet, pero todo el porno que los chicos te habían enseñado te parecía soez y feo. Además, ellos lo hacían para burlarse de ti. Así que usaste tu imaginación, le bajaste los calzones, luego las mallas y sentiste la protuberancia desatarse salvaje, sin límites. Frotaste su rubia cabellera, sentiste sus brazos apretarte, su humedad encharcándote. Necesitaste que algo te llenase dentro, un ahogo de que algo estuviese en tu interior. Con la mano, te aliviaste aquella noche con la mirada del superhéroe pegada a tu piel.

Desde entonces, veías al actor en todos los sitios por donde andabas. La gris y monótona Folkestone desapareció ante tanta efervescencia. Veías su figura en todos los chicos del instituto. Su mirada honrada en los chicos más feos; su cuerpo, en los chicos más deportistas; su ingenio, en los más inteligentes y atrevidos. De aquí y de allí, construiste un superhéroe más real, más pegado a tu existencia, con las partes que más te gustaban de los chicos de tu clase. El resto, no merecía la pena. Buscabas momentos a solas para pensar en ese hombre que erigiste, y si la soledad era completa te aliviabas como aquella primera febril noche. En la intimidad de la iglesia, cuando nadie podía escucharte, por mucho que intentaran convencerte de lo contrario en catequesis, que Jesús podía verte como un libro abierto, volvías a él, tu hombre, y Folkestone desaparecía de nuevo.

Tenías celos de Millie, de que tu inasible hombre también le perteneciera. Las dos, en tu cuarto, mirabais las nuevas fotos del rodaje, e intentabas emocionarte y gritar más que ella. Todo cambió cuando visteis aquellas entrevista en que el actor salía como un chico normal, sin su disfraz de colores, un día antes de que cumplieras los 15. Era aún más guapo al natural, con su sonrisa sincera, aquella iluminación y maquillaje barato, la camiseta ceñida del H&M, su mirada inquisidora, sus gestos juveniles. Fue Millie la que empezó a tocarse. Tú la miraste sobresaltada, ruborizada al ver en ella tus gestos, tu debilidad. Te veías en ella, mientras se bajaba los jeans, mientras torpemente se sacudía las bragas y sus dedos se deslizaban entre sus muslos. Atraída, te lanzaste hacia ella, buscando sus pequeños pechos, todas las zonas que te gustaba tocarte cuando lo imaginabas dentro de ti, sus labios y su lengua, frotándoos violentamente, vuestras melenas fundiéndose, los brackers entrechocando, los DVD Disney cayendo de la estantería a vuestro alrededor.


Al día siguiente se estrenaba la película. Entrasteis nerviosas, de la mano, a la pequeña sala a oscuras. La visteis con emoción contenida, hasta el clímax, donde vuestro hombre está a punto de morir, de ser vencido por el villano. Llorasteis juntas, pero gritasteis silenciosamente cuando lo visteis hacer su final entrada triunfal, rescatando a la chica, que no era más que vosotras proyectada. Él os rescató y al final os dio ese beso con violines. Después, en casa, Millie y tú lo volvisteis a hacer esta vez más placenteramente, con conocimiento, sabiendo percutir todos los botones, sin sospechar que era la última vez que estaríais juntas.

No volvisteis a hablaros. Fue decisión de Millie. Sin consultártelo, te dejó sola, hizo nuevas amigas y ni te miraba. Le quitaron la ortodoncia y vestía de forma distinta. Se volvió más guapa, creció y se estilizó. Hablaba y se movía diferente. Apenas la reconocías. Te dolió demasiado. Tuviste que aprender a sobrevivir sola en el instituto. Tus gustos se agriaron y tu carácter cambió. Eras más reservada. Dejaste que las mechas rubias desaparecieran y que volviera a surgir tu castaño natural. Comenzaste a escuchar los vinilos de Janis Joplin que tu madre escondía en aquella caja del desván. Allí, junto a los libros de texto desfasados y los mapas de Europa aún con el Imperio Austrohúngaro, encontraste las fotos antiguas de James Dean y de Marlon Brandon. Te parecieron atractivos pero de forma totalmente distinta a aquel superhéroe, auténticos con su blanco y negro, y te reíste de lo estúpida que fuiste al enamorarte de una imagen que no existía más que en tu interior. Aún así, seguías prefiriendo a James Franco. Encontraste la vieja chaqueta del ejército de tu padre y en el claroscuro del altillo vislumbraste su encanto. Ahora la llevarías a todas partes. Millie no era la única: tú también habías cambiado.

Por sistema, discutías con tus padres. Abandonaste la iglesia y empezaste a frecuentar los pubs oscuros del centro. Ibas mucho a la Church, tú sola, sin importarte que los viejos te mirasen. Allí conociste a Tommy, dos años mayor que tú, pelo rubio, alto y delgado. Le gustaba tu estilo y tu sonrisa. Te invitaba a pintas. Ahora sí que enterraste a aquel payaso con elásticos. Tommy era un hombre de verdad, y podía llenar lo que apenas llenaban tus manos o las manos de Millie por aquel entonces. A los 16, la soledad no es buena.

Nadie trata de juzgarte, pero te ataste demasiado a Tommy. Te dejó embarazada y te abandonó cuando apenas llevabais seis meses saliendo. Aún no sabes cómo sacaste valor para decírselo a tus padres, los escrúpulos para escucharles y mirarles a la cara, mientras te hablaban de unos valores en los que ya no podías creer. El valor para mentirles y seguirles la corriente. “De acuerdo, lo tendré”, les decías sin pestañear. Estabas tan asustada que no eras consciente cuando robaste todas aquellas libras del cajón de la cómoda de tu padre. El miedo era tu dueño cuando quedaste con “Bargains”, un tipo estafador al que conocías del grupo de repetidores de clase. No sentiste nada cuando le diste el fajo de dinero, cuando te condujeron hasta la pequeña embarcación, cuando te tumbaron en la fría camilla mientras el mar te movía las entrañas. Sentiste, eso sí, un terror absurdo cuando viste al médico que te iba a practicar el aborto, con la cara tapada con la mascarilla, estirándose los guantes con aquel horrible crujir de plástico. Menos mal que la anestesia te llevó lejos de allí.

“Julie, Julie”, te despertó la voz de tu padre en el Centro de Salud de Folkestone. Estabas muy débil y apenas sentías nada de la nariz hacia abajo. Cuando te recuperaste, se había llevado tu vida. Tus padres decidían ahora todo por ti. En silencio, eso sí. Nadie se atrevía a hablar de lo sucedido. Ni siquiera sabes cómo sobreviviste al aborto. Seguías con tus estudios, pero ya no te gustaba nada. Todo te parecía muy lejano, peligroso, algo de lo que mantenerse alejado. Ibas a la iglesia por tus padres, y poco a poco el recogimiento de la capilla te hizo sentir un poco más viva, y el dolor volvió. Tus padres eran católicos, y no se llevaban muy bien con los protestantes, aunque tú recordabas que te caían mejor.

Todos los hombres se había ido de tu vida: Tommy, aquel payaso con disfraz, los hombres de las fotos de la buhardilla, James Franco… Todos. Ahora resplandecía uno nuevo, que había estado siempre ahí, clavado en una cruz, sufriendo por ti. Y su voz, desgarradora pero real como un puño, hipérbole de lo que habías pasado en menos de un año. Una voz que latía con su eco en las paredes de tus sienes. Te martirizaba en un remordimiento puro. La creías, la seguiste, porque notabas que te hacía fuerte. Te apiadaste de ese hombre y, lo que más te recompuso y gratificó, de ti misma. Volvió, pues, el egoísmo, revestido de una adoración ciega por Cristo. Te creíste una asesina, Julie. Todos te decían que habías matado a un bebé, que eras una pecadora. Te sentiste viva una vez más ayudando en la parroquia, al buen padre John, con todo el trabajo que tenía encima. Te redimiste. Todo Folkestone vio tu reconversión pero se callaron sus objeciones, pues veían un proceso puro y decente. Pero de nuevo, no dejabas de huir, con todos aquellos rezos y plegarias al cielo. Comenzaste a sentir el orgullo adolescente perdido cuando oías los halagos de tus padres, cuando veías la satisfacción del padre John, a pesar de que a veces se sobrepasara con su acercamiento y su contacto físico.

Sí, lo de aquella tarde no estuvo bien. No estuvo bien que un hombre de su edad condujera la mano de una menor de edad a su entrepierna.

Miraste para otro lado, a pesar del asco que sentías. Habías enterrado todo ese deseo carnal, todo ese fuego que sentiste en la sala de cine cuando el superhéroe golpeaba al villano y salvaba la humanidad. Olvidaste el sabor de Tommy, pues se había comportado como un cerdo. Le culpabas a él de todo. A él y a la MTV. Por eso, decidiste apuntarte como voluntaria para la Jornada Mundial de la Juventud, en Madrid. Poner millas de por medio. Te irás una semana a Madrid y vivirás unos días históricos. O al menos eso decía el folleto que recogiste en la parroquia. Tus padres te pagarán encantados el viaje. Vas a salir de Folkestone. Vas a viajr en avión. Vas a ver Londres. Vas a ver al Papa. Pero todo eso ya te da igual. Tienes 17 años y quieres alejarte de todo. Del fuego del sexo; del fuego de la religión. Te buscas a ti misma. No quieres otra cosa.

1 comentario:

  1. Espero que las historias personales de los demás peregrinos hayan sido un poco menos turbias :) Me encanta la ambientación ^^

    ResponderEliminar