lunes, 31 de enero de 2011

Cabeza de alfiler

Era la décima tarde de un verano que, al igual que el resto de estaciones, no aportaba nada más que desánimo y apatía a aquella joven hilandera. En la estación estival, aquellas manos gravemente magulladas por los continuos roces con el lino aún sin tratar, buscaban cobijo en los rincones más insospechados de aquel taller de costura.

Para Isabel, la cantina y el taller de reparación formaban parte del taller de costura durante el periodo que iba desde San Leufredo hasta San Jonás. Junto a la puerta de entrada a la pequeña posada en la que ella se encontraba enclaustrada se encontraba la cantina. Un grupo de mineros y otro de apicultores formaban parte de aquel mobiliario pedregoso, sucio y apesadumbrado que, en la época fría, servía de cobijo y lugar de trabajo a las prostitutas del cabildo, firmes paladines del orden orgiástico reinante en aquella pequeña ínsula occidental. Por el contrario, el taller de reparación apenas contaba con dos pequeñas ruecas indefinidamente fuera de servicio que, en ocasiones, optaban por asumir una función mucho más erógena y pasar a formar parte de los caprichos que Eros allí disponía con asiduidad.

La joven hilandera, de piel broncínea y cabello de ébano, sentía como sus piernas, pequeñas varas óseas y musculadas que apenas levantaban ciento sesenta centímetros del laminado suelo eran recorridas por un estremecimiento producido, principalmente, por la ausencia y deseo frenético de retomar aquellas lúgubres artes en las que ella era docta y que le habían valido el sobrenombre de Madame La Ruècque.

El continuo temblor de la mesa de costura le hacía recordar que su presencia en aquel habitáculo no era compartida con ningún otro ser, lo que hacía resonar, cada vez con una mayor cadencia, un fuerte palpitar dentro de un corazón que, en aquella ocasión, ilustraba la más vejada pero a la vez más deseada lencería propia de las descendientes de la olímpica Afrodita.

Los primeros acordes de Habanera llegaban al interior de la estancia empujados por una suave y asfixiante brisa veraniega que, una vez más, lograba inmiscuirse en el trabajo de Isabel al lograr superar la suave y radiante frontera de tejido que separaba su vestido blanco de su zona más pudorosa que, una vez más, había logrado quedar al descubierto, no tanto por la acción de aquella mísera brizna de aire recargado que apenas había conseguido desbloquear el cortinaje de la puerta de entrada, sino por una serie de movimientos propios del más inspirado Stravinskiy que, puestos en práctica ad hoc, habían permitido que ella, tan sólo quince días después de su última actuación bañada en rojo carmesí, hubiese firmado la más ilustre escena de nudismo sólo superada por aquel nacimiento de Venus plasmado por Botticelli.

Hilos rojos, amarillos, morados y, en ocasiones, blancos, circulaban por los rodamientos de las máquinas que ocupaban aquella estancia del mismo modo que su sangre, en este caso monocromática, era bombeada mediante agresivas compulsiones hacia el resto de un cuerpo entregado absolutamente al fruto del deseo y que, a pesar de la ausencia de un viril y erguido miembro masculino se mostraba dispuesto a satisfacer un deseo que, ya en tiempos del Imperio Austrohúngaro, había servido para dilucidar los designios de una serie de civilizaciones proclives a sucumbir al poder de la carne.

La aleación del acero hacía de éste un compañero especialmente delicioso para tan onírico viaje. Su facilidad para asumir tanto el frío como el calor externo le otorgaban un valor que ninguna de las tijeras o punzones del lugar jamás podrían alcanzar debido a la fragilidad con la que habían sido compuestos, asemejándose, una vez más, a la terrible máxima natural encargada de aniquilar al más débil premiando con el excelso premio de la supervivencia sólo a los más fuertes. En aquel preciso momento y lugar, Isabel era la más fuerte, pero también la más débil: el placer que iba a experimentar debería ir unido al más estrepitoso de los dolores.

El grifo de la taberna había dado de beber a sedientos y a saciados, a necesitados y a los que no lo necesitaban, pero jamás había adquirido una dimensión tan demoníaca como la que, en aquel momento, estaba a punto de desarrollar. En quince segundos de unión entre el acero y el agua hirviente, la afilada herramienta había recogido suficientes grados para permitir que la hilandera, presa de la más indómita de las necesidades, llevase a cabo su encargo más placentero.

El primer contacto entre la aguja y la tierna pero sensible parcela de la dermis de Madame La Ruècque había deparado un resultado de lo más espeluznante. Una gran gota de sangre había manchado el vestido blanco que yacía en el suelo al mismo tiempo que lo había hecho un fluido acuoso, procedente esta vez de la boca de Isabel que, motivada por lo dionisíaco del momento, se había precipitado por entre sus dientes cayendo al lado de aquella gota de sangre y plasmando, de este modo, la metáfora más perfecta de la unión que, en ocasiones, hay entre el placer y el sufrimiento.

Tras esto, la hilandera cosía y cosía sin parar…

No hay comentarios:

Publicar un comentario