jueves, 2 de diciembre de 2010

Silla, Camilla, Semilla

Había llegado el momento en el que esa puerta tras la cual decenas de niños comenzaban su primer día de colegio había cerrado. Abandonar a su único hijo en manos de unas jóvenes que, a pesar de ser tan atractivas, no eran más que unas desconocidas, había mantenido ocupada su mente durante toda la noche anterior, lo que la había obligado a menospreciar, una vez más, la propuesta lúdico-sexual que su marido deseaba poner en práctica y que tenía en su vagina, aquella aterciopelada y apenas desvirgada frontera del placer, su destino final.

Mientras esa serie de jugosos pensamientos bombardeaban una mente plagada de iconos y fragancias propias del Dioniso más acusado de necesidades escatológicas, sus piernas, tersas y curvilíneas prolongaciones cuyo punto de inicio era un encorvado pubis, le habían llevado a su nueva cita. El lugar, un hospital. El motivo, su quinto mes de gestación.


Claudio era el jefe de ginecólogos del hospital. A pesar de su apariencia un tanto harapienta,un tanto austrohúngara, con aquella barba en la que se entremezclaban pestañas, legañas y demás fragmentos de vello propios de la zona en cuestión, sus dientes carcomidos por el uso abusivo del alcohol y del tabaco, y aquella voz desgastada en cientos de peleas y declaraciones disuasorias ante el cuerpo de la Policía, era aquella la persona en la que esa mujer, inseminada de forma brutal a la vez que deseada y esperada, confiaba a la hora de seguir su segundo embarazo.

Una vez más se encontraba en aquella fría silla de cuero en la que un misterioso agujero en forma de elipse hacía reverberar el sexo entre aquellas cuatro paredes. El sexo estaba presente en la forma más primigenia y básica posible, la reproducción, pero ella estaba ahí para agregar una nueva categoría: la necesidad.

Mientras Claudio separaba las piernas de esa mujer que había acudido allí dejando sus órganos sexuales sexuales al descubierto e incitando a su inspección y posible disfrute, ella comenzaba a saborear lo que sólo unos minutos más tarde quedaría derramado sobre su cara humillándola pero, a su vez, proporcionándola un bienestar de dimensiones supraterrenales.

Al fin había logrado desabrochar aquel botón, aquel signo que, para Claudio, significaba el paso del juramiento hipocrático al pecado dionisíaco, transportándolo así hacia un goce que ninguna otra mujer encinta jamás le había proporcionado.


El feto que Inma llevaba en su interior era ajeno a la profanación que de su hábitat se estaba realizando en una fría consulta hospitalaria. Su madre, presa de un estado próximo a la catarsis, saboreaba dos grandes óvalos corpóreos que servían de antesala del instrumento de placer y castigo más vigoroso que ella jamás había degustado y que, en aquel momento, era primordial en su mundo y aquello por lo que ella, consumida por un brío de agresividad derivado del deseo de monopolizar aquella sensación de cual sólo ella era merecedora, estaba dispuesta a poner en juego su matrimonio y la vida de su bebé.

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